TROFEO ( CONTINUACION )
......
Sólo trataba de sujetarla, “Chocolate”
que estaba cerca mío me ayudaba a
sostenerla. Sin duda algo había agarrado el anzuelo y por la fuerza con que
tiraba y luchaba era grande. José que piloteaba el barco me daba indicaciones a
los gritos “suéltale soga chico, sueltalé”, me decían los dos, que lo deje
cansar, después que recoja, que lo tire de a poco. Gritaban dándome instrucciones, estaban tan o más excitados
que yo.
De pronto el bicho salió del
agua dando un salto casi acrobático. Era inmenso, y tenía una hermosa aleta
color azul en su lomo, que brillaba con el sol del mediodía. Yo estaba
totalmente excitado, feliz.
El pez saltaba cada tanto fuera
del agua haciendo una especia de voltereta
en el aire, seguramente tratando de zafar del anzuelo, para caer nuevamente y
levantar una cortina de espuma blanca y agua de varios metros de altura. Otras
veces, cambiaba la estrategia y nadaba en dirección hacia nosotros, hacia el barco,
lo sabía porque la tanza perdía tensión, de pronto giraba en dirección contraria,
dando varios saltos más pequeños, seguidos, rápidos. Chocolate agarró más
fuerte la caña que se me estaba escapando de las manos.
Luchamos
por varias horas, hasta el anochecer , quizás producto de mi inexperiencia,
pero me ayudó sin duda el tremendo equipo que los Mirabal tenían y lo profundo
que estaba agarrado el anzuelo a la boca del pez. Cuando logré ponerlo a una
distancia del bote lo suficiente pequeña, le clave una lanza que Luis
“Chocolate” me acercó con una especie de
anzuelo gigante en la punta.
Con eso y bastante esfuerzo entre
los tres pudimos subirlo al bote.
Era un ejemplar magnifico,
yo jamás había visto algo así. Era grande, inmenso. sin duda debía tener muchos
años. José dijo algo que debería pesar como ochenta kilos o más. Los dos
Mirabal estaban a los saltos de alegría y yo también. Lo único que me llamó la atención
era que el pescado que estaba tirado arriba del bote no era muy parecido al de
la película, ése, el que yo me acordaba de la película tenía una tremenda nariz
como una espada magnífica, el mío no, era
mocho, el color era lindo sí, pero no tenía nariz, pensé, de cualquier forma
no daba para andar pensando mucho. Todos gritábamos de alegría, nos abrazábamos
y bebíamos Ron con cola.
La foto, la foto, grite. La
cámara, ¿dónde está mi cámara? Pregunte desesperado. En el camarote chico, en
el bolso, me dijo uno de los hermanos. Bajé la pequeña escalera que daba a los
camarotes, rápido, excitado. Tomé mi cámara del bolso y volví a subir a
cubierta apurado, con tanta mala suerte que por estar descalzo y tanta agua que había
sobre la cubierta que resbale y mi
camarita japonesa de última generación terminó en el fondo del mar Caribe.
Pegamos
la vuelta hacia tierra firme. Contentos, los cubanos con doscientos CUC en los
bolsillos y yo con mi pescado para sacarme la foto de la posteridad a lo
Hemingway.
Tocamos costa ya entrada la
noche. José acercó lo suficiente el barco al muelle para que Luis “Chocolate” pudiera
bajar de un salto y con una soga lo amarró
a un poste. Bajamos todos, al costado del muelle había un gancho con una
balanza. Entre todos colgamos el pescado del gancho. Chocolate lo pesó: noventa
y dos kilos dijo y después lo midió:
cinco ochenta mide, cinco metros ochenta repitió.
Enseguida sacó un cuchillo sumamente afilado y de un
solo tajo y una destreza digna de un cuchillero de los cuentos de Borges, abrió
mi trofeo por el medio de la panza, dejando sobre caer al suelo todas las
tripas del pobre bicho.
Después enjuagó el pescado con
agua de mar, le dio las vísceras a los gatos y a los perros que enseguida se
arremolinaron cerca de nosotros y limpió lo que quedaba tirando los restos al
agua, fue cuando le pregunté por qué el pescado era mocho no tiene nariz, le dije,
y el del “Viejo y el mar” sí. El cubano me miró extrañado y después como si
fuera evidente me contestó “pues chico, porque el de la novela de Hemingway era un pez espada y éste es un Atún,
sólo por eso chico. Pero quédate tranquilo, chico, que los dos son magníficos” Y qué carajo hace un atún en el mar Caribe
pregunté yo. Pues, aquí viven, me contestó él. Pero yo quería un pez espada,
dije. Chocolate me miró y sólo dijo: Lástima chico, tómate otro Ron Cola a su
salud.
Sentí que mi sueño había desaparecido
en el mar del Caribe, seguramente nunca más tendría una oportunidad de capturar
un pez espada y parecerme al viejo de la novela o al gran Hemingway. Pero no
podía negar que mi ejemplar de atún era tan magnífico con el del libro.
El hermano se acercó y le
sacó el cuchillo a Chocolate, “La cola, se queda como trofeo del que tripuló el
barco, es la tradición chico” me dijo y sin esperar mi respuesta cortó unos
diez centímetros encima de la cola del Atún y envolvió el trozo en papel de
diario.
Entre
los tres bajamos al pescado del gancho y lo cargamos en el jeep. Era tarde. Vamos
les dije, mi mujer debe estar preocupada.
Llegamos al cinco estrellas ya bastante
entrada la noche. El conserje apenas nos vio a los tres sacar del jeep semejante pescado y enfilar para dentro del
hotel salió espantado desde atrás del mostrador. Se negaba terminantemente a
dejarme pasar con mi trofeo hacia la habitación y no me creía que lo iba a
poner en el minibar.
Mi mujer que estaba sentada en los
sillones del hall esperándome bastante nerviosa por mí demora, se agarraba la
cabeza y me decía que estaba loco si
pensaba que ella iba a compartir la habitación con semejante monstruo
despanzurrado.
Los hermanos Mirabal, me
desearon suerte y se subieron a su jeep, perdiéndose en la noche cálida del
Cayo.
Después
de explicarle durante varios minutos al conserje lo que significaba el pescado
para mí, que a la mañana partiría hacia Varadero y que no le traería
inconvenientes, logré apelando a todos mis recursos, convencerlo que guarde al
bicho en la heladera de la cocina del hotel.
A cambio dejé cincuenta CUC
y le di permiso para que corte un trozo de pescado, para él y su familia. Le pedí que lo embale adecuadamente para poder
llevarlo a Varadero y que antes de llevar el pescado a la cocina me saque una
foto, con el celular de mi señora, pero me dijo que no, que alguno podía ver el
pescado en la recepción del hotel y que lo echaban y que ni loco iba a perder
un trabajo que le daban propinas en CUC. Llamó a otro muchacho y entre los dos
se llevaron a mi atún a la heladera.
A la mañana siguiente muy
temprano el conserje nos despertó para entregarme mi pescado, antes de que
llegue el personal de cocina, me dijo. Me encontré con la grata sorpresa de que
lo había embalado, muy convenientemente en
una caja de telgopor con hielo. Me pareció un poco más pequeño de lo que lo
recordaba la noche anterior. Ante mi pregunta el hombre me confesó que debió
darle un trozo a quien le consiguió la caja de telgopor y el hielo y a su
compañero de tareas.
Mucho no me queje, porque
ahora gracias a los peajes que me vi obligado a compartir, el tamaño y el peso se había reducido de manera
considerable lo que hacía el traslado no tan difícil y estaba perfectamente
embalado.
En
Varadero teníamos contratado seis días de estadía en el Melía Las Américas. Un
hotel cinco estrellas con cancha de golf y todo incluido.
Habiendo aprendido el método,
ni lerdo ni perezoso decidí no perder tiempo. De movida le di cincuenta CUC al
conserje que nos dio la habitación y un trozo del pescado para que me guarde la
caja de telgopor en la heladera de la cocina del hotel.
No me animé a pedirle de
desembalar el pescado para sacarme una foto.
Disfruté del hotel, la playa
y los Ron-Collins, hasta el cuarto día.
Esa mañana el conserje me devolvió
la caja con mi pescado diciéndome que de
la cocina la sacaron porque necesitaban espacio en la heladera y había olor.
De alguna manera logré
convencer a mi mujer de dejar la caja con el pescado en la habitación los
últimos dos días de vacaciones. Eso sí, la pieza parecía el polo norte porque
el aire acondicionado funcionaba al máximo todo el día y cada hora y media pedía unos baldes de hielo en algún bar
del hotel, para agregarle a la caja de
telgopor. De cualquier forma no fue suficiente porque el olor era importante y
casi inaguantable.
Al fin, en la mañana del último
día de mis vacaciones en Cuba, el conserje del hotel golpeó la puerta de la
habitación diciendo que los pasajeros de todo el pasillo se quejaban por el
olor, y éso en un hotel cinco estrellas era inaceptable. Le expliqué el motivo los
más amable que pude, el hecho que dejábamos la habitación en sólo unas horas
para volver a la Argentina y los cincuenta CUC de propina lograron que haga la
vista gorda por un par de horas.
Metí
lo que quedaba de mi pescado en un bolso, comprado a ese solo efecto, le
agregue el ultimo balde de hielo y partimos.
El
viaje de casi tres horas desde Varadero hasta el aeropuerto de La Habana fue agradable, salvo por el olor que inundaba todo el micro y
que era evidente que emanaba del bolso donde
había guardado lo que alguna vez fue el cuerpo de un atún que me haría pasar a
la posteridad.
Al
fin llegamos a La Habana, con varios pasajeros descompuestos y de pésimo humor.
Espere que se bajaran todos del micro y retire el bolso con mi pescado.
Mi mujer hizo los trámites
de pre-embarque mientras yo esperaba afuera del Aeropuerto, al aire libre. Sólo
faltaban algunas horas para regresar a mi país y si bien no iba a poder hacer
la comida para mis amigos, quizás podría hacer embalsamar la cabeza del atún y
ponerla como un trofeo en el comedor del departamento.
Pero
no tuve suerte. El soldado que manejaba
el scaner inmediatamente me sacó de la fila de embarque cuando vio los rayos X
del bolso. Después de casi una hora de tenerme demorado, el pago de una multa
importante en CUC bajo el cargo de
depredación de la fauna, la prohibición absoluta de ingresar nuevamente
a la isla y el correspondiente decomiso del bolso con los restos de mi pescado,
nos autorizaron a embarcar con mi mujer rumbo a la Argentina finalmente.
Les
pedí, les rogué, les supliqué que antes de partir me dejen sacarme una foto con
mi trofeo. Gracias a mis últimos cincuenta CUC accedieron a mi pedido.
Mi mujer con el celular y
tapándose la nariz con los dedos me sacó la foto.
Lástima, no está muy buena.
Salí torcido, ladeando la cabeza y haciendo arcadas mientras en mi brazo
derecho, bien estirado y los más alejado de mi nariz posible sostengo una
cabeza de atún sin cuerpo, de ojos turbios y opacos y branquias de color tan
oscuro que parece negro.
Mi oportunidad de igualarme
a Hemingway y a Spencer Tracy quedó en
las arenas tibias de Cuba, quizás como comida de gato y mientras el sol se
ponía a mis espaldas, subía la escalinata del avión hacia Argentina pensaba que
hubiera sido mucho mejor haber sacado ese anzuelo y devolver la presa, que el
atún nadara libre, con la boca destrozada seguramente pero libre.
Ahora sólo me queda el
triste recurso de ir a algún taller de
escritura.