Oscar R. Ruiz

(en algún lugar tengo que poner y mostrar lo que escribo. Hasta ahora, no encontré uno mejor que éste)

El blog de Oscar Ruiz

14/12/13

El Relato del mes DICIEMBRE . TROFEO

Llegamos a Diciembre, casi fin del 2013, cumplimos con los 12 relatos prometidos y este mes el final del cuento  subido el mes pasado. Ojale les guste y los disfruten.  El mejor de los deseos para todos y que tengan un excelente 2014


TROFEO   ( CONTINUACION ) 

......
Sólo trataba de sujetarla, “Chocolate”  que estaba cerca mío me ayudaba a sostenerla. Sin duda algo había agarrado el anzuelo y por la fuerza con que tiraba y luchaba era grande. José que piloteaba el barco me daba indicaciones a los gritos “suéltale soga chico, sueltalé”, me decían los dos, que lo deje cansar, después que recoja, que lo tire de a poco. Gritaban dándome  instrucciones, estaban tan o más excitados que yo.

De pronto el bicho salió del agua dando un salto casi acrobático. Era inmenso, y tenía una hermosa aleta color azul en su lomo, que brillaba con el sol del mediodía. Yo estaba totalmente excitado, feliz.
El pez saltaba cada tanto fuera del agua  haciendo una especia de voltereta en el aire, seguramente tratando de zafar del anzuelo, para caer nuevamente y levantar una cortina de espuma blanca y agua de varios metros de altura. Otras veces, cambiaba la estrategia y nadaba en dirección hacia nosotros, hacia el barco, lo sabía porque la tanza perdía tensión, de pronto giraba en dirección contraria, dando varios saltos más pequeños, seguidos, rápidos. Chocolate agarró más fuerte la caña que se me estaba escapando de las manos.
            Luchamos por varias horas, hasta el anochecer , quizás producto de mi inexperiencia, pero me ayudó sin duda el tremendo equipo que los Mirabal tenían y lo profundo que estaba agarrado el anzuelo a la boca del pez. Cuando logré ponerlo a una distancia del bote lo suficiente pequeña, le clave una lanza que Luis “Chocolate”  me acercó con una especie de anzuelo gigante en la punta.
Con eso y bastante esfuerzo entre los tres pudimos subirlo al bote.
Era un ejemplar magnifico, yo jamás había visto algo así. Era grande, inmenso. sin duda debía tener muchos años. José dijo algo que debería pesar como ochenta kilos o más. Los dos Mirabal estaban a los saltos de alegría y yo también. Lo único que me llamó la atención era que el pescado que estaba tirado arriba del bote no era muy parecido al de la película, ése, el que yo me acordaba de la película tenía una tremenda nariz como una espada magnífica, el mío no, era  mocho, el color era lindo sí, pero no tenía nariz, pensé, de cualquier forma no daba para andar pensando mucho. Todos gritábamos de alegría, nos abrazábamos y bebíamos Ron con cola.
La foto, la foto, grite. La cámara, ¿dónde está mi cámara? Pregunte desesperado. En el camarote chico, en el bolso, me dijo uno de los hermanos. Bajé la pequeña escalera que daba a los camarotes, rápido, excitado. Tomé mi cámara del bolso y volví a subir a cubierta apurado, con tanta mala suerte que  por estar descalzo y tanta agua que había sobre la cubierta  que resbale y mi camarita japonesa de última generación terminó en el fondo del mar Caribe.  
            Pegamos la vuelta hacia tierra firme. Contentos, los cubanos con doscientos CUC en los bolsillos y yo con mi pescado para sacarme la foto de la posteridad a lo Hemingway.
Tocamos costa ya entrada la noche. José acercó lo suficiente el barco al muelle para que Luis “Chocolate” pudiera bajar de un salto  y con una soga lo amarró a un poste. Bajamos todos, al costado del muelle había un gancho con una balanza. Entre todos colgamos el pescado del gancho. Chocolate lo pesó: noventa y dos kilos dijo  y después lo midió: cinco ochenta mide, cinco metros ochenta repitió.
Enseguida  sacó un cuchillo sumamente afilado y de un solo tajo y una destreza digna de un cuchillero de los cuentos de Borges, abrió mi trofeo por el medio de la panza, dejando sobre caer al suelo todas las tripas del pobre bicho.
Después enjuagó el pescado con agua de mar, le dio las vísceras a los gatos y a los perros que enseguida se arremolinaron cerca de nosotros y limpió lo que quedaba tirando los restos al agua, fue cuando le pregunté por qué el pescado era mocho no tiene nariz, le dije, y el del “Viejo y el mar” sí. El cubano me miró extrañado y después como si fuera evidente me contestó “pues chico, porque el de la novela  de Hemingway era un pez espada y éste es un Atún, sólo por eso chico. Pero quédate tranquilo, chico, que los dos son magníficos”  Y qué carajo hace un atún en el mar Caribe pregunté yo. Pues, aquí viven, me contestó él. Pero yo quería un pez espada, dije. Chocolate me miró y sólo dijo: Lástima chico, tómate otro Ron Cola a su salud.
Sentí que mi sueño había desaparecido en el mar del Caribe, seguramente nunca más tendría una oportunidad de capturar un pez espada y parecerme al viejo de la novela o al gran Hemingway. Pero no podía negar que mi ejemplar de atún era tan magnífico con el del libro. 
El hermano se acercó y le sacó el cuchillo a Chocolate, “La cola, se queda como trofeo del que tripuló el barco, es la tradición chico” me dijo y sin esperar mi respuesta cortó unos diez centímetros encima de la cola del Atún y envolvió el trozo en papel de diario.
                        Entre los tres bajamos al pescado del gancho y lo cargamos en el jeep. Era tarde. Vamos les dije, mi mujer debe estar preocupada.
          Llegamos al cinco estrellas ya bastante entrada la noche. El conserje apenas nos vio a los tres sacar del jeep  semejante pescado y enfilar para dentro del hotel salió espantado desde atrás del mostrador. Se negaba terminantemente a dejarme pasar con mi trofeo hacia la habitación y no me creía que lo iba a poner en el minibar.
          Mi mujer que estaba sentada en los sillones del hall esperándome bastante nerviosa por mí demora, se agarraba la cabeza y  me decía que estaba loco si pensaba que ella iba a compartir la habitación con semejante monstruo despanzurrado.
Los hermanos Mirabal, me desearon suerte y se subieron a su jeep, perdiéndose en la noche cálida del Cayo.
            Después de explicarle durante varios minutos al conserje lo que significaba el pescado para mí, que a la mañana partiría hacia Varadero y que no le traería inconvenientes, logré apelando a todos mis recursos, convencerlo que guarde al bicho en la heladera de la cocina del hotel.
A cambio dejé cincuenta CUC y le di permiso para que corte un trozo de pescado, para él y su familia.  Le pedí que lo embale adecuadamente para poder llevarlo a Varadero y que antes de llevar el pescado a la cocina me saque una foto, con el celular de mi señora, pero me dijo que no, que alguno podía ver el pescado en la recepción del hotel y que lo echaban y que ni loco iba a perder un trabajo que le daban propinas en CUC. Llamó a otro muchacho y entre los dos se llevaron a mi atún a la heladera.
A la mañana siguiente muy temprano el conserje nos despertó para entregarme mi pescado, antes de que llegue el personal de cocina, me dijo. Me encontré con la grata sorpresa de que lo había embalado,  muy convenientemente en una caja de telgopor con hielo. Me pareció un poco más pequeño de lo que lo recordaba la noche anterior. Ante mi pregunta el hombre me confesó que debió darle un trozo a quien le consiguió la caja de telgopor y el hielo y a su compañero de tareas.
Mucho no me queje, porque ahora gracias a los peajes que me vi obligado a compartir,  el tamaño y el peso se había reducido de manera considerable lo que hacía el traslado no tan difícil y estaba perfectamente embalado.
            En Varadero teníamos contratado seis días de estadía en el Melía Las Américas. Un hotel cinco estrellas con cancha de golf y todo incluido.
Habiendo aprendido el método, ni lerdo ni perezoso decidí no perder tiempo. De movida le di cincuenta CUC al conserje que nos dio la habitación y un trozo del pescado para que me guarde la caja de telgopor en la heladera de la cocina del hotel.
No me animé a pedirle de desembalar el pescado para sacarme una foto.
Disfruté del hotel, la playa y los Ron-Collins, hasta el cuarto día.
Esa mañana el conserje me devolvió la caja con mi pescado diciéndome  que de la cocina la sacaron porque necesitaban espacio en la heladera y había olor.
De alguna manera logré convencer a mi mujer de dejar la caja con el pescado en la habitación los últimos dos días de vacaciones. Eso sí, la pieza parecía el polo norte porque el aire acondicionado funcionaba al máximo todo el día y cada hora  y media pedía unos baldes de hielo en algún bar del hotel,  para agregarle a la caja de telgopor. De cualquier forma no fue suficiente porque el olor era importante y casi inaguantable.
Al fin, en la mañana del último día de mis vacaciones en Cuba, el conserje del hotel golpeó la puerta de la habitación diciendo que los pasajeros de todo el pasillo se quejaban por el olor, y éso en un hotel cinco estrellas era inaceptable. Le expliqué el motivo los más amable que pude, el hecho que dejábamos la habitación en sólo unas horas para volver a la Argentina y los cincuenta CUC de propina lograron que haga la vista gorda por un par de horas.   
            Metí lo que quedaba de mi pescado en un bolso, comprado a ese solo efecto, le agregue el ultimo balde de hielo y partimos. 
            El viaje de casi tres horas desde Varadero hasta el aeropuerto de La Habana  fue agradable,  salvo por el olor que inundaba todo el micro y que era evidente que emanaba  del bolso donde había guardado lo que alguna vez fue el cuerpo de un atún que me haría pasar a la posteridad.
            Al fin llegamos a La Habana, con varios pasajeros descompuestos y de pésimo humor. Espere que se bajaran todos del micro y retire el bolso con mi pescado.
Mi mujer hizo los trámites de pre-embarque mientras yo esperaba afuera del Aeropuerto, al aire libre. Sólo faltaban algunas horas para regresar a mi país y si bien no iba a poder hacer la comida para mis amigos, quizás podría hacer embalsamar la cabeza del atún y ponerla como un trofeo en el comedor del departamento.      
            Pero no tuve suerte.  El soldado que manejaba el scaner inmediatamente me sacó de la fila de embarque cuando vio los rayos X del bolso. Después de casi una hora de tenerme demorado, el pago de una multa importante en CUC bajo el cargo de  depredación de la fauna, la prohibición absoluta de ingresar nuevamente a la isla y el correspondiente decomiso del bolso con los restos de mi pescado, nos autorizaron a embarcar con mi mujer rumbo a la Argentina finalmente.
            Les pedí, les rogué, les supliqué que antes de partir me dejen sacarme una foto con mi trofeo. Gracias a mis últimos cincuenta CUC accedieron a mi pedido.
Mi mujer con el celular y tapándose la nariz con los dedos me sacó la foto.
Lástima, no está muy buena. Salí torcido, ladeando la cabeza y haciendo arcadas mientras en mi brazo derecho, bien estirado y los más alejado de mi nariz posible sostengo una cabeza de atún sin cuerpo, de ojos turbios y opacos y branquias de color tan oscuro que parece negro.
Mi oportunidad de igualarme a  Hemingway y a Spencer Tracy quedó en las arenas tibias de Cuba, quizás como comida de gato y mientras el sol se ponía a mis espaldas, subía la escalinata del avión hacia Argentina pensaba que hubiera sido mucho mejor haber sacado ese anzuelo y devolver la presa, que el atún nadara libre, con la boca destrozada seguramente pero libre.

Ahora sólo me queda el triste  recurso de ir a algún taller de escritura.

10/11/13

El relato del mes : NOVIEMBRE

Una aclaración necesaria : Se acerca fin de año y estamos llegando a los 12 relatos prometidos allá por enero, espero que los hayan disfrutado al leerlos tanto como yo al escribirlo. El cuento de este mes viene con un poco de suspenso. Como es un poco extenso, lo voy a subir en  dos partes, la primera ahora y la ultima en la entrega de diciembre. Abrazos a todos...


Hay veces en que unas simples vacaciones se pueden convertir en la oportunidad de cumplir los sueños. Por lo menos así lo cree el personaje de este cuento, que lo único que deseaba era poder traer de vuelta un ...

TROFEO 


     Al fin logramos ponernos de acuerdo con mi mujer en tomarnos vacaciones y hacer un viaje. En treinta años de matrimonio fueron escasas las veces en que lo hicimos. El viaje de bodas a Carlos Paz, el raid Cataratas-Brasil-Paraguay cuando saqué el Gol cero kilómetro y los chicos eran chicos, la nena tendría seis y Facundito apenas tres años, unos días en Salta a ver la Virgen del Cerro; otra escapada de fin de semana largo a Cataratas con mis cuñados y pará de contar.Ahora los hijos ya están grandes y la verdad es que nos merecíamos un viaje como la gente. Siempre por H o por B lo posponíamos por esas cosas que uno se pone a si mismo como prioridades y la verdad es que solo reflejan lo que cuesta poder disfrutar: que la casa, que la situación económica, que la inestabilidad de lo que vendrá, que el país, que el dólar, que el colegio o la facultad de los chicos, que… que…
     Pero esta vez no, nada de eso. Ni siquiera tuvimos, como otras veces, esas peleas que duran casi una semana, y donde uno de los dos, cualquiera, ya podrido pegaba el grito “¿Sabes qué?, no voy una mierda, metete el viaje en el orto”, y todo se iba al carajo por la barranca despareja de la convivencia.
     No soy muy afecto a las playas llenas de gente pero menos afecto soy al frio o a los deportes. Boludeces tales como esquiar o cosa por el estilo no la van conmigo, de manera que decididos a rumbear para el sol y el calor, que mejor que algún lugar exótico del Caribe.
     Después de averiguar, cotejar precios y comodidades nos decidimos por Cuba. La elección no era muy difícil: comparada con cualquier lugar con arena y agua clara como Punta Cana, San Andrés o Cancún, la isla nos ofrecía más, mucho más: país casi mítico para nosotros, el Ché, Fidel, la revolución, la historia, la cultura, los mojitos, y también, lo cual no deja de ser importante, por el mismo precio que nos cobraban ocho días en otros pedazos de arena caliente, en Cuba gozábamos de quince días de estadía “All inclusive” en hoteles de cinco estrellas.
     Decididos contratamos pasaje y estadía en una agencia de viajes, a través de una conocida: cuatro días en La Habana, cinco en un Cayo y seis en Varadero.
     Un día a mediados del mes de Marzo nos fuimos al fin.
     Después de dieciocho horas de viaje, con una escala técnica en el aeropuerto de Lima, donde a mi mujer aprovechó y compró por la bicoca de veinte dólares unos llaveritos con la foto del Machu Picchu, llegamos a La Habana. Al aeropuerto José Martí y allí entonces sí puedo decir que empezaron nuestras vacaciones tan deseadas.
     A esta altura del relato es justo confesarles que Cuba tenia para mí un condimento muy especial, y un plus secreto pero de una potencia inigualada: Ernest Hemingway y “El viejo y el mar”.
Siempre admiré a ese tipo, su escritura y esa historia tan fantástica de la que nunca pude olvidarme desde que mi papá me llevó al Cine Belgrano, (hoy convertido en templo brasilero) y vi la película.
     Quedé tan impactado esa tarde en el cine, que secretamente me prometí a mí mismo que algún día iba a pescar un Pez espada tan o más grande que el que agarró Spencer Tracy pero que no me lo iban a comer los tiburones como en la película, ni mucho menos. Y ésta era mi oportunidad.
     Así que apenas llegamos al hotel ”Habana Libre”, después de dejar las valijas en la habitación del piso ocho; abrir la boca y decir OOOO por el tamaño del recibidor y el desayunador; sacarles fotos a las plantas colgantes de las escaleras, le dije a mi mujer que iba a recorrer un poco el hotel y fui hasta el tercer piso donde estaba la oficina de Cubatur, la empresa de turismo habilitadas de la isla que nos correspondía, para empezar a averiguar por una excursión de pesca embarcado, en busca de mi dorado pez espada.
     El señor morocho de tamaño importante que me atendió escuchó atentamente mi pedido y mis motivaciones, luego me dijo en un tono que no dejaba muchas opciones. “Mira chico, aquí en la Habana va a ser un poco difícil que puedas pescar Pez Espada, de cualquier forma tú tienes que saber que en Cuba está prohibido depredar el mar. Para hacer pesca embarcada, necesitas un permiso especial del Ministro de Agricultura e Industria Alimentaria, y más para pescar un Pez Espada y sacarlo de la isla. Lo otro sólo es para las novelas. Por qué no déjas tranquilo a los peces y te vas a visitar el Floridita en la Habana vieja. Pides un par de daiquiris, te sacas un foto con la estatua de Hemingway y ya está”.
     Le contesté que al Floridita iba a ir, sin duda y también que me iba a tomar los daiquiri y sacar la foto, pero que al Pez Espada lo iba a pescar, aunque tuviera que quedarme en la isla de por vida.
     No le gustó mi respuesta.
     Volví a la habitación. Mi mujer estaba recién duchada y me propuso ir a ver “el cañonazo” en el antiguo fuerte que está a la entrada de la bahía de La Habana. Le dije que sí, mientras pensaba en contactarme con alguien que pudiera hacerme cumplir mi sueño.
     Nuestra estadía en La Habana transcurrió gratamente entre paseos y visitas al Malecón, la Habana Vieja y la Bodeguita del medio, todo acompañado de música de los años cincuenta, boleros, olor a tabaco, ron y trato amable por parte de los lugareños. Al cuarto día como estaba previsto, volvimos al aeropuerto para tomar un avión que nos llevaría a Cayo Largo.
     Que puedo decir: hermoso. Arena blanca, mar transparente, aguas cálidas. Una maravilla. El hotel, los cubanos, el clima, los mojitos de primera o el Ron-Collins, tan buenos y bien preparados que lograron que cambie mi habitualidad al whisky en menos de cuatro horas. Andaba todo el día de bermudas y ojotas. Hasta me animé a ponerme una camisa con un estampado de flores exóticas inmensas de colores verdes, rojo, azul y amarillo. Parecía un arco iris caminando, estaba muy cerca de ser el tipo más feliz del mundo salvo porque aún no había pescado mi pez espada e inmortalizado mi gran momento de escritor con una foto.
     En el Cayo, la mirada del “Gran Hermano” al estar más alejados de la capital, era un poco menos potente, de manera que me contacté con un par de lugareños que vivian en el pueblo en la otra punta de la isla y trabajaban en la marina cuidando los botes y yates: Los hermanos José y Luis “Chocolate” Mirabal. Después de una charla con los dos, logré que accedan a llevarme con ellos a un día de pesca embarcado, en busca de mi trofeo y sueño. Me costo convencerlos, decían que estaba prohibido que era peligroso, que si los agarraban la iban a pasar mal. Me cobraban doscientos CUC. La verdad que era mucho dinero, eso equivalía a doscientos veinte dólares norteamericanos, y no aceptaban tarjeta de crédito, pero no tenía muchas opciones ni tiempo para buscarlas. Cerré el trato con los cubanos. El sábado debíamos tomar el avión hacia el continente de la isla. La excursión de pesca, duraba todo el día, de manera que concreté con los hermanos Mirabal para el viernes.
     Ya me regodeaba pensando en la foto, feliz de pie y colgado detrás mío de un gancho un tremendo pez espada más alto que yo mismo. La cara que pondrían los compañeros de la oficina o los muchachos del club, hasta podría mandarme una comilona y cocinarles el pescado a la parilla, total con ese tamaño, alcanzaría seguro para todos.
     Ahora solo debía encontrar la manera de, o bien decirle a mi mujer lo que iba a hacer o de engañarla. Opté por la primera de las opciones ya que en ese lugar no tenía muchas posibilidades ni excusas creíbles para desaparecer un día entero sin despertar sospechas.
      Esa misma noche, un poco antes de cenar, decidí que era el momento ideal para hablar con mi mujer. Estábamos en unas tumbonas junto a la pileta, teníamos poca gente dando vueltas cerca nuestro, sólo una pareja gay de turistas alemanes y la noche estaba cálida y agradable. Fui hasta una de las barras, pedí un Ron Collins para mí y un Daiquiri de frutilla para ella, con los dos tragos en mis manos volví a la tumbona y le conté emocionado a mi mujer que a la mañana siguiente me iba a embarcar con dos cubanos para cumplir uno de mis mayores sueños. Al principio se enojó, después se preocupó por mi salud, es cierto que estoy un poco entrado en años y kilos y el deporte no fue nunca mi fuerte, planteó algún par de boludeces, tipo “si vos el único pescado que conoces es al tarado de tu sobrino y cuando agarraste uno, estaba muerto y en la góndola del supermercado”, pero con la ayuda de mi entusiasmo y tres daiquiris más, terminó aceptando mi idea.
     Quedamos en qué para no levantar sospechas en el hotel, ella diría a todos que estaba descompuesto, que los langostinos que había cenado la noche anterior me habían caído como el culo.
     A las cuatro de la madrugada José Mirabal me pasó a buscar por el hotel con un jeep, mientras su hermano Luis “Chocolate” nos aguardaba en la marina. A las cinco de la mañana partimos rumbo a alta mar. Navegamos un par de horas. Alejados setenta millas de la costa detuvieron el bote y los muchachos me dijeron que me prepare.
     Me senté y me amarré lo más fuerte que pude al sillón que estaba en una de las puntas del barco y esperé. El sol pegaba a pleno ya a esa hora, y sentía que la cabeza se me recalentaba, de vez en cuando alguno de los cubanos me acercaba un balde con agua de mar para que me refresque, cosa que hacía de buen grado vaciándomelo sobre la cabeza y mojando una gorra simpática con la propaganda de Ron Havana Club, que me habían prestado los muchachos porque yo no había llevado nada para protegerme, de improvisado nomás.
     Pasaron varias horas de aburrimiento total, sólo el mar del Caribe y el sol. Los cubanos charlaban animadamente, escuchaban música y todos bebí- amos ron con cola y fumábamos habanos Montecristo.
     Quizás producto de todo éso sumado al calor y al aburrimiento, estaba medio adormilado cuando de pronto sentí un tirón impresionante y la tanza empezó a volar por el reel. Tuve que aferrarme con todas mis fuerzas a la caña.
     Sólo trataba de sujetarla, “Chocolate” que estaba cerca mío me ayudaba a sostenerla. Sin duda algo había agarrado el anzuelo y por la fuerza con que tiraba y luchaba era grande. José que piloteaba el barco me daba indicaciones a los gritos “suéltale soga chico, sueltalé”, me decían los dos, que lo deje cansar, después que recoja, que lo tire de a poco. Gritaban dándome instrucciones, estaban tan o más excitados que yo.

 ...CONTINUA EN LA ENTREGA DE DICIEMBRE... 






  

15/10/13

El relato del mes : OCTUBRE


Desde chico  que vengo escuchando algo así como una verdad absoluta que dice que  " A los japoneses les fascina el Tango"  o " Los japoneses son tan tangueros como nosotros"  y nunca lo cuestioné , ni me pregunte por que razón era así  Hasta ahora,  bueno quizás la explicación sea esta .  Hasta el mes que viene   




SHIBUI

“Esta mina  me tiene las bolas al plato con el parloteo. Desde que se subió al auto no para, dale que dale. No afloja. Es insoportable. Subí  la radio Gordo, avívate  subí  la radio, que te salvas”
―Entonces yo le dije: Apúrate Jorge, que nos perdemos la película pero él como si nada, se tomó todo el tiempo  del mundo para …
—Perdón señora, un minuto que quiero escuchar esta noticia.  —La interrumpo.
La voz monótona del  locutor me alivia el oído y por un rato no escucho a la mujer cotorra.
El  mediodía esta pesado, el calor de enero aprieta y el puerto está lleno de turistas, que andan paisajeando por todos lados.
—Acá nomas chofer, déjeme donde está el supermercado chino, nomas. --La mujer cotorra, al fin paga y se baja, por suerte.
Estoy guardando la plata, cuando, desde el supermercado, al lado de un montón de cajones vacios de cerveza, un chino petiso y un poco raro,  me hace señas con la mano  para que  me corra.
Tiene razón, estoy en la zona de carga y descarga y hay un camión esperando detrás mío.  Bajo la ventanilla y le pego el grito.  
—¡Ya me corro, jefe!.
El chino me mira como si me conociera y grita   
—¿Goldo?  ¿Sos vos?   —mientras se acerca al auto abriendo los brazos de par en par. 
—¿Kenji?
—Si goldo querido, que haces acá en Mal del Plata  –me dice desde la vereda.
—¿Yo, que hago? Laburo de remisero como siempre, gano la misma miseria que antes pero acá se vive mejor, se respira mejor, pero el asunto no soy yo, la pregunta es: ¡Vós que haces acá, CapoPonja ?  —le digo bajándome del auto para darle un abrazo
—Y,  es una histolia lalga, ya salgo, si me haces el favol de llevalme hasta casa te cuento . Vivo para el lado del Hospital Legional. Con lo que pagan estos chinos  no me alcanza pala una mielda.
Dale, como no te voy a llevar. Te espero.
Kenji se mete en el supermercado y agarra un bolsito azul de un locker. Está mucho más avejentado que la última vez que estuvimos juntos. Debe hacer por lo menos seis o siete  años que no lo veo, ni tengo  noticias de él. Saluda a la cajera inclinando levemente la cabeza, y enfila para el auto. Se sienta adelante, a mi lado, como en los viejos tiempos
—¡Goldo querido!   —Me dice con una sonrisa de oreja a oreja, dándome otro  abrazo.
—¡Kenji, hermano!, ¡CapoPonja!. Tanto tiempo.  Pero contáme , contáme, que no me banco la ansiedad, hace un montón que te perdí el rastro. Cuando me fui de Buenos Aires quise despedirme de vos. Me corrí hasta las oficinas de la Sony, pero me dijeron que desde esa mañana no trabajabas más, que te habían despedido. Me fui hasta tu piso en Libertador y el portero me dijo que ya te habían desalojado. ¿qué paso? Si eras un bacán Kenji. ¿Cómo aterrizaste acá en Mar del Plata?, ¿Te viniste cuando te rajarón de la Sony? ¿Qué haces laburando en un supermercado chino del puerto? ¡Si vos sos un genio Capo-ponja!.
—Espela Goldo, tenéme un poco de paciencia que ya te cuento… ¿nos comemos un cholipan de paso?
—Dale. ¿En el Sochori de dorapa?
—Dale goldo.
Encaré por la avenida Juan B. Justo con  rumbo al estadio mundialista. Sin duda, si conoce al Sochori de Dorapa,  Kenji hacia bastante tiempo que vive en Mar del Plata ¡Y nunca nos cruzamos! Qué cosa de locos.
El primer choripán tardo más en llegar a nuestras manos, que desaparecer en nuestras bocas. Con el segundo y ya más tranquilo, lo apuro a que me cuente y Kenji , ahora sí, ni lerdo ni perezoso, arranca con sus desventuras
—Viste goldo, yo venía muy desbalancado, y en la Sony no se joloba mucho, un pal de macanas y chau. Tenía la cabeza en otro lado, y vos lo sabés porque eras mi chofel y me llevabas a todos lados. Gracias a vos conocí la noche de Buenos Ailes, Caminito, El viejo Almacén, todas esos lugales  que me contaba mi viejo allá en Nagasaki, ¡Qué te voy a contal a vos!, que me paseaste por todos los cabalutes. Si fuiste vos el que me llevó  al “Última Culda” donde tlabajaba Glisel. ¡Mi glisel!.
—El Cabaret de Graciela querrás decir. …
―Glisel, Goldo, Glisel, vos sabés bien que pala mí siemple fue y sela Glisel, ¿Estamos? Sigo y no me intelumpas: Asi que todas la noches telminaba en el cabalet, de Glisel, donde vos me dejabas. Yo seguía la joda con ella, espelaba a que telminala el tulno y nos íbamos a su depaltamentito en la calle Colientes , y después la seguía con whisky, faso, algún estimulante para podel aguantal, que Viagla, que melca. Bueno la lógica…
--Si, no me digas nada, empezaste a estar cada vez menos en la oficina y más con Grisel. Pero capo-ponja,  si vos sos un tipo súper inteligente y te la bancabas bárbaro, apenas tenías veinticuatro pirulos.
―Si Goldo, me la bancaba, y la piloteaba bálbalo, hasta el corralito de Cavallo  Agarro a la Sony y le encanuto un plazo fijo de un tocazo de  dólales ¿Y a que no sabés, Goldo,  quien había dado la olden de hacel el plazo fijo? Sí adivinaste,  había sido yo. Así que, esa no me la perdonalón  Afuela. Caput, Bye Bye. Sayonara, Decí que pol suelte tenía algunos papeles un poco complometedoles y conseguí una buena indemnización. Alquilé un depaltamentito y me la llevé a la Grisel a vivil conmigo.
—A Graciela querrás decir
—No goldo. No jodas. Glisel.  — y para que no me quede duda me canta  -- “No te olvides de mi Glisel, Glisel”
Es inevitable no cagarme de risa ante el canto del japonés. Por la cara no le gusta mucho mi reacción. Me pongo serio, me la aguanto y le digo. 
—¡Pero Kenji!, no me cantes ahora que el chorizo me va a caer pesado. Aparte, yo siempre te dije que esa mina no te convenía. Que te iba a fumar en pipa.
—Goldo, el amol no se fija en liesgos, y vos sabés que yo estaba metejoneado a más no podel. Hasta el cogote, como dicen ustedes.
―Si lo sé, pero yo te avisé. Seguro que te cagó.  –le digo mientras le lleno el vaso con el borgoña.
—Bueno, cagal, lo que se dice cagal,  más o menos, con la plata que tenía tilamos unos cuantos meses, y no la pasamos tan mal. Glisel seguía labulando en el cabalet y yo después de unas semanas salí a buscar labulo, pero la cosa estaba muy complicada y mis lefelencias no me ayudaban. Estaba todo el día en casa y se me empezó a quemal la cabeza. Vos sabés mi historia, goldo, mi viejo fue uno de los pocos que sobrevivió a la bomba de Nagasaki, y yo, su hijo Kenji Tanaka, no podía estar todo el día metido en el departamentito sin hacer nada.
―Y no, Capo-ponja, vos no sos un tipo para eso.
―Pala cafishio no selvía, porque pala eso, no tenés que quelel a la mina Goldo, y yo a mi Glisel la quelía con locula. Entonces talde o templano, se dio lo que se tenía que dal: no me empecé a bancal que Glisel, mi Glisel se acostala  con otros tipos,  aunque sea por tlabajo. Todos los días me quedaba en el cabalet hasta el ciele, y le espantaba los clientes. Le hacía escenas de celos, discutía con ella, con los tipos, con cualquiela. Al  final el dueño, una basula de tipo, una noche se paso de la laya, y le pegó, la dejó casi medio muelta, así que como colesponde a un homble cuando atacan a su mujel, me fui a casa,  agale el sable samulai  de mi familia y me lo llevé puesto de un solo golpe. Le colté la cabeza de una, de un solo tajo, a él y a uno de sus guardaespaldas.  Nos fuimos con mi Glisel un tiempo de Buenos Ailes, pero la guita se telminó, y el amol se acabó. Me telminó denunciando para zafal de que la acusen como cómplice  Decí que de mi época de la Sony me quedalon algunos buenos contactos, así que un amigo, buen abogado,  me defendió, tocó algunos contactos en la Colte y listo. El sable no lo encontralón jamás, lo había hecho guita  a un coleccionista y salió del país, y sin alma homicida, la cosa era favorable pala mí. Del lado del mafioso dueño del cabalet, no tenía problemas, nadie iba a decil nada, en ese ambiente el que hable la boca es un buchón, vos sabés Goldo. Así que no había muchas pluebas contra mí, sólo cilcunstanciales dijelon los jueces,  Zafé.
―¡Qué historia Kenji!
―Sí. Hasta en un momento pensé en hacelme el Hala Kili,pala lespetal a mi familia, es lo que mi padle  Akira hubiela hecho, pero se ve que ya hace mucho que vivo en Algentina y la tladición ya no es tan fuelte. Eso, la colectividad jamás me lo peldonó. No pueden aceptal que el hijo de Akira Tanaka, sobreviviente de  Nagasaki y de familia de samuláis, no hubiera cumplido su código de honor.
―¿Y entonces?
—Y nada, que quelés que hiciela Goldo, despleciado por la colectividad por no matalme, sin honol, sin plata, y sin Glisel. En Buenos Ailes ya no había mucho por hacel y me vine para aca, a Mal del Plata, a vel que conseguía.
—Ahí entraste a laburar con los Chinos.
—Sí, me costó un poco pero enganché, no son tan jodidos  y la voy llevando bastante bien. Hasta estoy lecupelando de a poco la colección de discos de Tangos que tuve que empeñal en la malaria. 
—Si me acuerdo, una colección de discos de tango que envidiaría más de un argentino Por algo vos, siempre fuiste un libro abierto sobre el tango, Kenji.
―Sí, es cielto, viene de familia, de mi padle, quizás su historia lo malco de alguna folma. El tango en casa fue fundamental. Mi padle decía que era nuestro “shibui”, que el tango es un “shibui canyengue”, y yo lo cleo totalmente
―Que el tango es un ¿qué ?
―Shibui goldo. Quiere decir: “La apariencia amarga de lo que es positivamente hermoso”. Eso, ni más ni menos.
―Mira vos, algo que es tan nuestro. Igual quién iba a pensarlo Kenji, vos  un bocho, capo de la Sony, descendiente de samuráis y sobrevivientes de la bomba.  Laburando en Mar del Plata, en un supermercado chino.
—Que vas a hacer, así es la vida., después de todo, estoy olgulloso. Como mis antepasados yo también soy un sobleviviente, y vivo mi Shibui. Algentina es una bomba A, pero la tilan todos los días.  
Pago y salimos hacia la avenida Juan B. Justo. Está nublado garua, tristeza, hasta el cielo se ha puesto a llorar.







12/9/13

El relato del mes : SETIEMBRE

Tarde ideal para leer un poco, hace frio, llueve y estamos cerca del fin de semana.  
Al contrario que otros meses, donde todo era una duda y una nebulosa indecisa, para el veinte de agosto ya tenía decidido el relato del mes que subiría en setiembre. Desde esa fecha sentí la necesidad (por alguna extraña razón que no pienso cuestionarme ni mucho menos. Desde hace algún tiempo aprendí a aceptar mis intuiciones y seguir mis pequeños impulsos), de mostrarles un relato que escribí hace ya un par de años, creo que en 2011 y que está incluido en mi libro  “Pequeños Homenajes”.
Quizás la muerte me ronda, cosa extraña en el mes en que todo renace y florece, aunque si lo pienso bien no es tan extraña,  ya que para que algo renazca, previamente debe morir. O quizás es un homenaje a esos tipos que dedican gran parte de su energía y vida a escribir, esos personajes tan  excelentes como  desconocidos que abundan por estos lares. O quizás  solo es una manera muy simple de demostrar la admiración hacia  el ingenio y  la inteligencia de uno de los tipos del barrio y  no es tan desconocido: el Sr. Alejandro Dolina, vaya uno a saber. Lo que sí sé , es que el relato de este mes  es una obra literaria de tranco corto pero de largo alcance. Ojala la disfruten al leerla , tanto como hice yó al escribirla
Hasta el mes que viene.   

EL TRATADO DE HUMBERTO HALABI
El modesto cartel pegado a la puerta de la biblioteca barrial,  sobre la avenida Jara —hoja A4 escrita en computadora, letra Arial 72—  dice solemnemente:  “Hoy 16 Hs. - El  Tratado de Humberto Halabi. -  Su obra maestra.-  Conferencia a cargo de Oscar Ruiz”.
Reconozco que despertó mi curiosidad de escritor. Jamás había oído hablar, en las reuniones literarias a las que asisto, de un tal Humberto Halabi, y mucho menos de Oscar Ruiz. Su obra me resulta desconocida, y eso, en un escritor que se jacta de haber leído a casi todos los autores latinoamericanos publicados en los últimos diez años es casi imperdonable.
 Cuatro y diez. Tengo tiempo,  mi cita es a las siete.  Entré.  Salón modesto,  no más de veinte o treinta sillas dispuestas en filas de a cinco, con un escritorio al frente.  Me siento en el fondo, sobre el pasillo, por si el aburrimiento me obliga a irme rápido. Detrás del escritorio,  dos hombres sentados.  El que habla, está haciendo las presentaciones del caso. Calvo,  sesenta o sesenta y cinco  años,  lentes de aumento bastante considerables, un saco que huele a naftalina y juega permanentemente con una lapicera entre sus dedos.  El otro —el tal Oscar Ruiz—  tendrá alrededor de cincuenta y tres ó cincuenta y cinco años,  morocho, barba canosa tipo candado y regordete. Me llama la atención —para su edad—  la falta de canas y el peinado engominado, totalmente obsoleto en esta época.   Agradeció las palabras del primero  y comenzó la charla : 
Buenas tardes. Humberto Halabi abrazó las letras desde pequeño. No tenía aún veintiún años y  ya  contaba en su haber con una extensa lista de composiciones literarias, que abarcaban prácticamente todos los géneros. Había escrito poesía dramática, comedia, tragedia, lírica, hasta un sainete y una oda. Utilizó las formas de sonetos, romances y coplas. Escribió en prosa, libre o pentasílábica. Cuentos y narraciones, ensayos metafísicos, notas de interés y artículos filosóficos sobre cuestiones existenciales  para  el mensuario del club de barrio.  Publicó,  con otros escritores,  un par de antologías de mixtura extraña, en lo que fue su mayor logro hasta ese momento. También y a pedido de  los comerciantes de la cuadra escribía  los textos para la publicidad de los negocios con una prosa florida y en rima que a las vecinas les encantaba.
El lunes de su cumpleaños número veintiuno — veinte  de Mayo—  sentado en el banco de la plaza Peralta Ramos —su barrio de siempre—  Humberto Halabi cayó en la cuenta,  que tenía una gran materia pendiente.  Jamás había escrito una sola línea,  referida a lo más importante y trascendente que ocurre en la vida de una persona, y el solo hecho de tomar  razón de esa falencia despertó en él la imperiosa necesidad de subsanarla.   
¡Es hora de empezar a escribir sobre la muerte! ¡Qué mejor momento para escribir sobre la parca que cuando uno está lleno de vida!  Mejor conocerla y fraternizar con ella. Tratar de caerle simpático antes de que venga a visitarme. Uno nunca  sabe” . Razonó con lógica impecable Humberto.    
Como  hombre de acción, entusiasta , esa  tarde se abocó a la tarea que él mismo se había encomendado. Invirtió  en un cuaderno, para dedicarlo exclusivamente a su nueva obra literaria.  Comenzó a esperar la inspiración y al ver que ésta se demoraba,  empezó  a confeccionar la ficha y escribir las primeras notas de lo que sería su relato sobre la muerte. Era un escritor muy profesional con  método y estructura.  A partir de ese momento buscó, recabó y leyó todo lo que encontraba a su paso sobre la temática que iba a abordar.  De esta etapa de su vida literaria proviene la influencia —innegable— que en él ejercieron los libros y la manera de escribir del polígrafo  árabe Manuel Mandeb.
A medida que avanzaba  el  proceso de creación de su —,hasta ese momento—  historia narrativa, se fue consolidando en él la idea de realizar una obra magnífica y que lo trascendiera .  Decidió entonces que en lugar de un simple cuento que hablara de la parca, escribiría un tratado  donde consideraría absolutamente  todos los aspectos de la  muerte. No sólo eso. Se propuso además que sería el mejor tratado jamás escrito en toda la existencia de la humanidad. Eligió, por considerarlo simple y contundente, el título :  “Manual de la muerte”.  En ese momento y debido a su juventud no se preocupaba por las cuestiones menores como la edición, impresión, publicación, comercialización y algunos  aspectos legales. Cuestiones que consideró  superfluas.
Dividió su obra en tomos,  y éstos a  su vez  en capítulos acorde a la temática y enfoque que correspondía. Al momento de su desaparición sabemos fehacientemente que había escrito ocho tomos totalmente terminados y el noveno estaba en proceso de elaboración.
De más está decir que semejante obra ciclópea, no encontró editor dispuesto a publicarla completa. Pocas personas han tenido el privilegio de conocer este tratado en toda su extensión y magnitud.  Después de una intensa y trabajosa búsqueda contactando vecinos y familiares pude acceder a ella, en forma parcial, es cierto, pero suficiente para que el mundo pudiera conocer la valía de su trabajo.  Debo comentar que Humberto Halabi,  usaba  sólo su cuaderno y su lapicera, luego tipeaba el mismo sus hojas  con su Lexicón 80. Se resistía empecinadamente a utilizar cualquier medio de almacenamiento o soporte informático para sus escritos, a  pesar  que  para los últimos años de su existencia, ya se habían desarrollado y generalizado.
—¿Y la obra?. Lo interrumpió a viva voz, una señora mayor,  petisita y canosa, con aire  galicio,  sentada en la fila cuatro  junto a  dos mujeres un poco mayores que ella. Las tres  muy arregladitas para la ocasión.
Allí  voy, dijo Ruiz (aprovechando la pausa para beber un sorbo de agua).  Sin  demora, comentaré los ítems más relevantes del tratado escrito por  Halabi durante casi sesenta y seis años de su vida. 
Del Tomo I del Tratado, titulado “Las diferentes maneras de morir”, sólo se imprimieron dos ejemplares. Se supone que fue por donde Halabi  comenzó su titánica obra. La calidad literaria del mismo es un poco inferior al resto de la obra. Alcanzó a enumerar  dos mil doscientos cuarenta y ocho formas diferentes de morir, con una explicación somera de cada una. Averiguaciones posteriores me permitieron confirmar que al llegar a este número,  Humberto se dio por satisfecho y comenzó  lo que, al tiempo se convertiría en el tercer tomo.  En 1970 confesó a su más entrañable amigo,  D. Olina  que había descubierto doce maneras nuevas, que nunca escribió en el Tratado  —Humberto no corregía ni modificaba sus obras. Nunca—. En 1976, urgido por aspectos económicos menores, —debía comer y pagar la factura de gas—, vendió a una productora de televisión norteamericana los derechos. La productora realizó una serie de programas algo bizarros, titulados “Las 1.000 maneras de morir” de escaso éxito. Con el dinero del anticipo cobrado Halabi  imprimió los dos ejemplares del  tomo. 
          El  segundo Tomo, titulado “El tratamiento de la muerte a través de la historia y en las diversas culturas”  es uno de los más extensos.  En él Humberto Halabi se explaya sobre el trato que se lé dispensó a la muerte tanto en los distintos  periodos históricos como en las diferentes culturas. Dividió el tomo en capítulos dedicados a las edades - Prehistoria, Media, etc. – y a las culturas – Precolombinas, Orientales, etc. y éstas a su vez subdivididas por continente.  Se destaca, por sobre los demás, el capítulo dedicado al tratamiento de la muerte en el futuro, uno de los más creativos y anticipatorios de toda la obra.  Este magnífico tomo, —detalle importante de mencionar— , se logró imprimir  gracias a  colaboración de vecinos, amigos  y comerciantes del barrio  que  rifaron en Diciembre de 1990,  un lechón asado y una canasta navideña . Con el producido de dicha rifa, solventaron el costo de la imprenta.
El tercer tomo, sin duda el más importante de toda la obra, está dedicado a la artes, y precisamente lo tituló “ La muerte en las artes”  En él,  Humberto Halabi desarrolla en extenso el tratamiento de la parca, a través de diversas expresiones artísticas,  como la Pintura, la Literatura, la Música, pasando por el Cine, el Teatro y hasta el Relato Deportivo, actividad que Humberto sin lugar a dudas consideraba un arte. Destaco especialmente, los textos dedicados  al cineasta Enrique Argenti y su particular manera de representar a la muerte;  la famosa Exposición de Olores que el pintor Lucio Cantini realizó en  1965 donde logró identificar y reproducir exactamente el olor a la muerte; el magnífico Héctor Bandarelli, quien en noviembre del año 2001, relató por radio su propia muerte mientras transmitía la final de Kimberley – Cadetes de San Martín  y por supuesto la poesía de Jorge Allen referente indudable sobre estos tópicos,  junto a los hombres sensibles de Flores.  Este tercer  tomo,  completo y original, tipeado en la Lexicon 80, estaba en poder del Sr. D. Olina, quien lo facilitó para que saliera a la luz  y se hiciera justicia con la obra de quien fuera su entrañable amigo. 
Por último tenemos al  Tomo IV “ Esoterismo y simbología”. Conociendo  la fascinación que  Humberto tenía por las ciencias ocultas, es comprensible la creación de todo un tomo sobre esta temática.  Algunos puntos tratados en forma sublime son: Simbología - ¿Existe algo después de la muerte? - La figura de Caronte en la divina comedia del Dante  - Los chamanes y los brujos de Chiclana: sus potajes  mágicos - La manzana como vehículo de embrujamiento fatal: El caso de la Bella durmiente, - Los velorios, la epilepsia, y otros mitos urbanos - Las cartas del  tarot, y otros procesos adivinatorios .  Este tramo del “Manual de la muerte”   fue el más difícil y trabajoso  de reconstruir , sin dudas, y no precisamente por su carácter oscurantista.  Se debió a que, hubo que recuperar los textos originales que se encontraban en poder de  allegados, familiares, amigos y afectos de Humberto, hasta poder armar nuevamente los capítulos . Parece ser que  —hombre aferrado a las cuestiones sociales impuestas—  no podía presentarse en algún acontecimiento al cual lo hubiesen invitado, cena, cumpleaños, fiestas navideñas, aniversarios, o velorios , sin llevar un presente, una atención o un regalo.  Dada su magra situación económica que no le permitía ningún tipo de exceso , optó sencillamente por regalar a sus anfitriones ocasionales los originales escritos con la Lexicon 80.   
Los tomos cinco a  ocho  y el noveno en proceso no los pude hallar, aunque continúo  con el esfuerzo por encontrarlos. Todos los indicios  hacen suponer que todos o gran parte de ellos han sido destinados a alimentar la salamandra, única forma de calefacción de que disponía Humberto ante los crudos inviernos que debió soportar en sus últimos años.
    Cuentan los vecinos del barrio de Estación Norte que una mañana, transcurridos ya del nacimiento de Humberto Halabi  ochenta y seis años, ciento cuarenta y ocho  días, nueve horas y diez minutos tocaron  a la puerta de su modesta casa.
Después de saludarlo, el visitante lo invitó cordialmente a mostrarle  todo lo que desconocía para poder terminar su manual.  Humberto tomó su abrigo marrón espigado y se fue con él. 
Muchas Gracias y buenas tardes


15/8/13

El Relato del mes : AGOSTO

Sacarse los entripados,  las cosas de adentro,  siempre es bueno, libera sin dudas. Aunque a veces suele ser un poco difícil, sobre todo si esas cosas están muy profundas o hace mucho tiempo que se guardan en uno . Lo que es seguro es que es mejor soltarlas antes de que se atraganten. Les dejo el relato de este mes, porque hay personas que ...


Algunas cosas, me cuesta decirlas

Rara situación la mía, mi amigo, rara de verdad.
Jamás pude hablar sobre el amor o del amor,  cuando estaba involucrado. Cuando tenía que referirme a “mi” amor. Al que yo sentía .
 Aunque a usted le resulte difícil de creer, no podía pronunciar la palabra amor, o cualquiera de sus derivados, diminutivos o superlativos, y como si fuera poco, tampoco podía, en las situaciones más extremas,  decir cualquier otra palabra que significara algo similar. 
Podía escribir sobre el amor. También podía hablar del amor de otros o entre otros. Si eso sí. Pero no del mío.
Y no quiere decir que no lo sentía.  Al contrario, lo sentía, y lo sentía de una manera bestial.  En mis entrañas, en cada uno de mis huesos, en  todas mis células,  aún en la más recóndita, pequeña y escondida de mi ser.  Así andaba por el mundo, mi amigo, inundado de amor y sin poder decirlo.
Supe de mi rara imposibilidad, una noche de verano allá por  los años  setenta. Recién había cumplido mis primeros  dieciséis  y ella tenía quince. Los dos estábamos  perdidamente enamorados o creíamos estarlo.  En el banco de la placita del barrio mientras nos besábamos en la oscuridad,  ella me pidió : Decime que me amás; que ya hace tiempo que salimos  y que si yo te  amo  y te lo digo vos también tenés que decírmelo, y que… Todas esas cosas que decían las muchachitas  enamoradas cuando nos pedían una confirmación de nuestro amor.  Entonces, mi amigo, en un instante fatal le dije que sí, que yo también la a…  y no pude decir más.
Esa fue la primera vez que la palabra  amor se me atravesó en la garganta, como un hueso de pollo o una espina maldita. Intenté, hice fuerza. Hasta las arcadas. No hubo solución, no pude, no salió ninguna palabra.  Apenas un sonido gutural, lastimoso y patético. Ella entonces desilusionada y con el corazón roto, se fue.  Y allí mismo, en esa plaza de barrio, también por primera vez,  vomité amor.
Intente de todas las formas posibles, pero…no había caso,  no podía pronunciar la palabra amor. Se me atragantaba entre la tráquea y las cuerdas vocales, o entre la faringe  y  la nuez. Se me quedaba atorada ahí, en la garganta, hecha una pelota.
Y el amor atorado, de a poco se secaba, como si fuera un gajo de naranja o de mandarina un poco ácida, un poco seca, que uno mastica, mastica y mastica, le saca todo el jugo que puede pero no la traga, sigue con el gajo dándole vuelta en la boca, para arriba y para abajo, entre los dientes, se le pega al paladar, se convierte en una bola seca, de gusto desagradable. Entonces no queda otro remedio que escupirla, porque ya es intragable.
Bueno mi amigo, siempre fui un tipo educado por demás,  no me permito escupir en público, pero iba al baño y vomitaba. Vomitaba todo el amor atragantado que tenía. Hasta que me sentía vacío, con el estómago revuelto, pero vacío, con dolor, pero vacío. Listo para llenarme de vuelta.
El alivio,  me duraba como mucho una semana. A los siete días, otra vez estaba empachado de amor. Y el ciclo comenzaba nuevamente. Al principio despacio, muy despacio, como una leve molestia estomacal, una pequeña indigestión, como si las milanesas del mediodía me hubieran caído muy pesadas. Pero,   yo  sabía muy bien de qué se trataba, por lo tanto hacía esfuerzos por decir amor, cuando este todavía era chiquito y no hacía falta gritarlo porque se podía pronunciar  hasta en voz baja. Imposible. No emitía ningún sonido, las cuerdas vocales  estaban  inmovilizadas, como si sufrieran de paresia, esa rara enfermedad que le quita fuerza a los músculos.
Los años pasaron. Crecí y entonces los momentos difíciles, llegaron de la mano del sexo. Con la mayoría de las  mujeres (acompañantes ocasionales de una noche o dos) no hubo inconveniente. Con otras fue diferente.
Siempre fui un poco querendón, de manera que con algunas de mis compañeras de cama, en los momentos  en que la sangre bulle y el corazón galopa, bueno, no solamente había pasión e instinto,  había un poco de  amor  o por lo menos cariño.  Y la cosa se tornaba difícil de sujetar;  la concentración  se diluye y uno se deja llevar por el momento, entonces es como que el “Te quiero” o el “Te amo” sale solito, como un susurro que se desliza desde el corazón hasta la boca y de ahí salta al oído de la señorita o señora que está a nuestro lado. Bueno amigo, en esas ocasiones a mí el “Te amo” se me quedaba ahí nomás, cortado, atorado, sin poder salir  y estropeando todo.
Pero, como todo se aprende, de a poco, a fuerza de golpes y fracasos, pude ir llevando  bastante bien mi limitación, y mi vida amorosa transcurría sin mayores sobresaltos. Me ayudaban las poesías, las cartas, las canciones , los ositos de peluche, las tarjetas impresas para cualquier ocasión sentimental, aniversario, cumpleaños, reconciliación , Día de los enamorados, y cualquier otra festividad que tenga que ver con el amor.  A las mujeres de mi vida les decía que las amaba con voz prestada.
Hasta que, fatalmente a los veinticuatro, en una fiesta de amigos comunes, la conocí  a ella.
Entonces sí que la cosa se me complicó en serio. Porque esta vez,  me enamoré mucho y fuerte. Ella no, y me rechazó. Pero yo,  terco y vasco la perseguí casi dos años. Averigüé donde vivía y pasaba como al descuido por su casa, todos los días, para ver si la veía entrar o salir . Me cruzaba en los semáforos a la mañana cuando iba al trabajo, aunque eso implicara que tuviera que madrugar. No desaprovechaba ninguna oportunidad de cumpleaños, fiestas y reuniones de amigos comunes. Donde ella iba, ahí estaba yo. En fin, apelaba a todos los recursos y usaba toda la seducción de que disponía.
Hasta que al fin,  logré mi cometido.  A fin ella se enamoró de mí.  
Entonces me di cuenta: El amor que tenía en el estómago no era como los de siempre, como los otros, como  un gajo de naranja. Para nada. Me daba cuenta por el peso y el malestar, que tendría no menos que el tamaño de una pelota de tenis, y eso, atravesado en mi garganta podía ser mortal.
Me asuste, me entro pánico Mi primera reacción fue tratar de dejar de amarla. Pero por más que lo intenté no pude. No supe cómo hacerlo.
La primera noche que ella me dijo “Te amo”,  sólo atiné, temblando, a sacar de mi billetera, un pedacito de papel, arrugado y que llevaba conmigo desde hacía mucho tiempo. Decía, con la letra mas prolija que había podido hacer  “Yo también te amo”. Se lo entregué. Desde ese momento nuestras vidas quedaron unidas para siempre.
Con los años la pelota me fue creciendo cada vez más. Algunos días sentía que era del tamaño de una pelota  “Pulpo”, pero otros, tenía toda la sensación que tenia dentro mío una número cinco. Por lo qué, instinto de supervivencia mediante, abandoné la idea de siquiera intentar decirle lo que la amaba. Sencillamente me aterrorizaba el solo hecho de pensar en esa pelota de amor, atragantada en mi garganta, asfixiándome.   
Pero, el tiempo hizo su trabajo, su mirada perdió brillo y su alegría se fue apagando. Nunca me dijo nada, pero era muy claro que sentía mi falta de correspondencia a sus declaraciones de amor. Ya no bastaban las cartas, las poesías y los mensajitos escritos con el “Te amo”.  Sabía, desde el fondo de mis tripas que ella necesitaba escuchar de mi boca, con mi voz esas dos palabras simples y completas. Ella no se merecía mi silencio.
Una noche trágica no aguanté más. No tenía ningún derecho a hacerla sufrir.

 Así fue como  un siete de julio, con dolor por dejar mi vida atrás, pero con plena conciencia de mis actos, me suicidé diciéndole ”Te amo”.

13/7/13

El Relato del mes : JULIO

El frio de Julio se llevó los  superheroes y los músicos  en ciudades lejanas. En cambio me dejo solo una historia pequeña, quizás mucho más  común de lo que uno cree. Un poco oscura eso si, pero solo porque ocurre de noche, donde todos los gatos son pardos y la magia es mas fácil que ocurra... Se las comparto.




Las palabras mágicas
                    
Llegó a la whiskería a eso de las once, once y cuarto a más tardar, como lo viene haciendo casi todos los días desde hace dos meses.  Se peinó con la mano el pelo canoso y ralo;  se acomodó la camisa arrugada dentro del pantalón y se aflojó la corbata.
Entonces la buscó entre las luces de colores: rojo en el neón, amarillo en los veladores de pantallas mugrientas y  luz negra en la barra. Hay menos humo que otros días, de manera que no le costó encontrarla con la vista. Sentada con un cliente en uno de los sillones del fondo.
Le da la espalda y se acodá en  la barra. Pide un Criadores. Paga. Espera pacientemente a que ella se le acerque. Mientras tanto saborea el whisky.
Está seguro que muy pronto dejará al tipo con el que esta. Tiene pinta de amarrete.
Nadie como él para dejar propinas generosas o pagar copas. Ella sabe. El sabe. Ninguna de las otras mujeres del bar se le arrima. No pierden el tiempo, todas saben a quien busca, a quien espera.
Al rato nomás, ella le da un beso en la mejilla al tipo y se levanta del sillón.
Camina los pocos metros que la separan de la barra, donde él está. Camina despacio, tratando que sus experimentados diecisiete años luzcan lo más sensual posible.
El sigue de espaldas, no la ve, no se mueve, sin embargo sabe que ella viene acercándose, pantera sigilosa,  la olfatea, la percibe. La siente como todas las noches.
Al fin llega a la barra. A su lado. Le apoya una mano fría en la nuca, en una caricia forzada, y le susurra al oído: Hola…, papito. Hoy tenés algo para mí.   Mientras con la otra mano le acaricia la entrepierna.  
Son las palabras mágicas que lo hacen sentir  poderoso. Deseado. Viril. Erecto.  
Ahora sí. Apura el whisky, le deja los cien pesos  entre los pechos pequeños y se va.
Hasta mañana. 

15/6/13

El relato del mes : JUNIO

Llego el mes de junio,  con medio mes transcurrido, es tiempo de saldar mi compromiso enunciado allá por el mes de enero. Pero antes, un pequeño comentario. 
Fui uno de los tantos pibes que afortunadamente, muy afortunadamente creció bajo el ala fantastica de los comics mexicanos y nuestros queridos El Tony  o Dartagnan conviviendo con superhéroes maravillosos como Superman, Batman, Flash, el Fantasma, o  el  gran  Nippur de Lagahs a la cabeza y tantos otros.
Ahora con los años me doy cuenta que todos ellos, independientemente de los poderes que cada uno tenía, (ya fuesen concedidos por fuerzas totalmente ajenas a nuestro terrenal alcance o producto de una férrea determinación y exhaustivo entrenamiento), tenían algo en común, algo que los unificaba, algo que sin que uno se diera cuenta, se nos grababa a fuego y que estaba escondido, oculto, disimulado por esa visible y constante lucha que llevanba a cabo contra  el "mal" personificado en villanos y tipos de la peor calaña.  
Los superhéroes, (mis superhéroes) eran totalmente coherentes en lo que decían y lo que hacían a través del tiempo. Sin importar lo que pasara ellos mantenían una conducta férrea  todos sabíamos que podíamos esperar de ellos y ellos cumplían lo que prometían  Lisa y llanamente lo que comúnmente nosotros llamamos: Tener palabra
En esta Argentina querida y en este 2013, gente asi (que por suerte  la hay ) es casi, casi, como un superhéroe.
De manera que me permito  dedicar el  relato de este mes señor Jorge Armani.
Abrazos

MI ULTIMO DÍA EN NUEVA YORK
                                                                            
Hoy cumplo veinte años y estoy en Nueva York. Para cualquiera sería un motivo de alegría. Para mí es todo lo contrario. Estoy solo. Extraño a mis afectos. Me traicionaron y vi derrumbarse mi vida, tal y como la conocí,  en apenas unos días.  
Ahora estoy sentado en este banco, bajo la nieve de enero, frente a la fuente del parque, mientras las horas pasan, sin saber cómo seguir, sólo aferrado a mi guitarra como si fuera un ancla salvadora, tratando de evitar que la desesperación me gane, me inunde, cosa que, de por sí es bastante difícil.
El tráfico es tremendo. Me levanto. Estoy a solo diez cuadras del Blue Note Jazz Club, mi bar en Manhattan. Hacia allá voy.
Atravieso a paso vivo el Washington Square Park,  tomo por Mac Douglas hasta la tercera. Hasta el 131 West. Entro al bar decidido a tomarme todo mi dolor en whisky barato o hasta que Charly, el cantinero, me eche a la calle por borracho o falto de crédito.
Apenas abro la puerta, el olor  rancio del tabaco atrapado durante meses, me golpea las fosas nasales.  Entrecierro los  ojos, cuesta un poco acostumbrarse a la penumbra del lugar.  Venir de la luz del medio día y aterrizar en la oscuridad del Blue Note  no es fácil.  Como siempre y para delicia de mis oídos, la música del gran Satchmo llena todo el bar y me invita a entrar sin dudar a otro mundo, de armonías y calor.
Me siento en  la punta de la barra. Apoyo en la banqueta contigua, con mucho cuidado, mi guitarra y le pido a Charly  un whisky doble.
Me mira sin asombro, como si hubiera estado seguro de mi  derrumbe, de que tan sólo era una cuestión de tiempo, que había que esperar solamente. Quizás no, quizás, es tan sólo una sensación mía. Me bajo de un saque el primer trago y pido el segundo.
―¿Está seguro señor?  ―me dice.
―Por supuesto que estoy seguro, Charly.  Y ya a esta altura,  podés hacerte el amigo. Decirme Jorge, como todos los ventajeros de Queens. Mejor llená el vaso  en silencio. No tengo ganas de hablar.
Armstrong me mira,  desde una foto autografiada enmarcada.   
A la tercera copa, necesito ir al baño. Camino erguido y derecho, el whisky aún no me hace tambalear.
Hago lo mío y al salir, en el tiempo que tarda la puerta del baño en cerrarse, la luz lo ilumina de lleno,  permitiéndome distinguirlo. Recién me doy cuenta,  en el asiento largo del rincón, contra la pared  hay un tipo.
Los codos apoyados en la mesa. La cabeza apoyada en los nudillos de sus manos cerradas,  está inclinada para adentro. Casi toca con la pera su pecho. Tiene una actitud de abatimiento total.
No puedo verlo bien, porque lleva una especie de capucha dura, que le cubre completamente la cabeza y la mitad del rostro, y además tiene puesta una capa. Lo que sí puedo ver, claramente, por la botella en su mesa, que me aventaja varias horas y vasos.
El tipo realmente está mal, se lo ve muy acongojado. Es  raro.  Está disfrazado de Batman, muy bien disfrazado debo reconocer. Mirándolo detenidamente no me queda más que aceptar que su disfraz es perfecto, simplemente perfecto.  La  capucha  color negro, en la cabeza  le cubre media cara  y las  dos orejas puntiagudas, le dan aspecto de  murciélago. Además tiene esa capa, que es imponente.
Ya nada me extraña en esta ciudad. De  Nueva York puede esperarse cualquier cosa. Perdí la cuenta de  la cantidad de gente loca que vi  desde que  empezó  este mil novecientos ochenta y cuatro, y sólo pasó menos de un mes.
La escena al principio me parece graciosa,  encontrar a Batman tomando whisky en un bar de Nueva York no se ve muy seguido,  pero mirando bien, el hombre murciélago se ve muy mal,  abatido, sumido en sus pensamientos y hasta quizás dolor. Hasta me atrevería a decir que emana de él un  halo oscuro y pesado en toda su figura.
Llego a mi lugar y me siento, pero no puedo dejar de pensar en el pobre tipo. Tomo mi vaso y mi guitarra,  le digo a Charly que me lleve la botella a la mesa.  Me acerco y  parado a su lado le digo
―La botella suya no da más, amigo, y parece que lo tiene a mal traer. No me gusta tomar solo. Si no se ofende  compartimos la mía, salvo que no quiera estar con alguien latino, de Argentina más precisamente.     
El tipo de la capucha, levanta la vista,  los ojos penetrantes  parecen de fuego. Me taladran en la oscuridad. Asiente con la cabeza. Creo ver  correr una lágrima a través de la máscara, pero seguramente debe ser el reflejo de alguna luz de neón,  de alguna de las tantas propagandas de Budweiser que hay en las paredes del bar.
Me siento en su mesa,  presentándome:
      ―Jorge… Jorge Maniar,  un gusto    ―le digo estirando la mano ― ¿y usted es?
      ―Bruce,  Bruce Wayne.
Tomamos nuestros primeros dos vasos en silencio, entonces me atrevo y le pregunto.
      ―¿Qué le pasa amigo, que está tan mal? Y que se lo pregunte yo, ya es mucho decir.
      ―Remordimiento. Tan simple como éso. Culpa. Desde que salí  a la calle por primera vez,  hace ya de ésto, varios años,  estoy obligado a un destino de vengador para el cual no tengo pasta. Soy huérfano ¿sabe?, desde muy chico,  mis padres están muertos y enterrados  desde hace años. Para todos, menos para mí. Me obligan a revivir permanentemente el día de su asesinato. Revivo su asesinato todos los días de mi vida. Y tengo que buscar venganza. Debo castigar a  toda la escoria de la sociedad y ya no quiero más de eso. Lucho contra delincuentes de la peor estofa y les doy su castigo. Siempre. Como sea. Porque así me han hecho. Pero también he matado gente, y bastantes más de la que usted se imagina. Soy un asesino, aunque se han ocupado muy bien de ocultar esos hechos. Jamás salieron a la luz. No da con el perfil y la imagen que tienen determinado para mí.  La verdad, amigo, es  que ya no puedo con mi culpa y mis remordimientos. No debería tener esos sentimientos, debería ser duro, incorruptible,  porque así me han creado, pero algo no funciona, porque me siento mal, muy mal. No puedo mostrar como soy, mis sentimientos. Hace muchos años que hago lo que no quiero. Alejado de todo y de todos, viviendo solo con un viejo, en otra ciudad, una ciudad tenebrosa que no conoce nadie, de nombre horrible: Gotham City…Ciudad Gótica ¿cómo puede llamarse una ciudad así? ¡Me quiere decir!
      Ahora puedo verlo mejor, no tiene tantos años, a lo sumo cuarenta y cinco, pero está muy avejentado, a pesar de su cuerpo atlético, aunque ya se le nota una incipiente panza, quizás de tanto whisky. Le veo muchas cicatrices.
      ―¿Qué está haciendo en Nueva York entonces si es de otro lado?
      ―Vengo a tomar whisky tranquilo, ésta es una ciudad donde a nadie le importa mucho del otro, se puede pasar absolutamente desapercibido. Entonces me puedo emborrachar a mi gusto, no como en Gótica que debo dar el ejemplo. Además aquí están los mejores psicólogos del país, y yo vengo a ver al mío una vez por mes.
Le lleno la copa, y él sigue hablando, desbordado, sin esperar una respuesta de mi parte.
    ―Desde mi primer trabajo, en mayo del treinta y nueve,  el del Sindicato Químico, ¿vio?, no paré nunca. Llevo cuarenta y cinco años, peleando, matando gente y encarcelando ladrones y tipos mal paridos,  siempre oculto, siempre solo, siempre duro.  Ya no doy más.
No tengo muchos argumentos para contestarle, nunca fui muy bueno hablando , solamente le lleno el vaso de whisky, saco mi guitarra  y toco un blues, triste como nosotros dos.
Mi música parece gustarle y reanimarlo. De pronto el encapuchado me dice:                      ―!Qué bien que toca la guitarra! Tóquese otra por favor.
Improviso, a veces el alcohol hace maravillas, y me encuentro tocando una melodía por momentos hermosa y  suave, y en otros  enérgica y vibrante.   
El tipo entonces estira su brazo y de la oscuridad del asiento, saca un estuche de trompeta, lo abre y empieza a tocar  a la par mía, siguiéndome. Ante mi total asombro. Me detengo y lo increpo
―!Pero! ¿Y usted desde cuándo, toca la trompeta? Si éso no se supo nunca.
―¿Cómo dice? ¿Usted realmente, qué sabe de mi? Qué sabe lo que yo toco o dejo de tocar.  O se va a creer todo lo que sale publicado en las revistas. Yo también tengo una vida, que no es pública, que es solamente mía, ¿sabe? 
Me deja sin respuesta. Charly pone de fondo a  “Rata paseandera”,  la versión que está en “El embajador Satch”, grabada en vivo en 1955. Quizás trata de alegrarnos un poco. Es imposible no tocar encima, improviso sobre la melodía, él me sigue con su trompeta. Los dos, hacemos una versión impecable acompañando a  Armstrong. Por un rato la música nos aleja de nuestras penas.  Terminamos de tocar y quedamos en silencio. Disfrutando.
Siento que debo despedirme.
―No se preocupe Bruce, está bien que usted tenga remordimientos por matar gente, pero sabe una cosa: Al paso que  vamos como sociedad, matar gente sin tener remordimientos seguramente será muy popular algún día.  Aunque no esté bien, nada bien.  No le extrañe que usted se convierta en una especie de héroe si ya no lo es, y hasta que alguien componga  un tema en su honor.  Un tema que se llame Batman.  Además toca muy bien la trompeta.
―Gracias. Usted también es muy bueno en lo suyo.
Le agradezco. Tomo mi guitarra y salgo del Blue Note con otro ánimo, diferente al que entre, decidido a regresar a Mar del Plata..
Después de  todo mi viaje quizás no fue totalmente en vano. Me di el gusto de tocar un tema con Batman  en Nueva York. Eso no es poca cosa.

Tras la puerta, la trompeta del genial  Sachmo sigue sonando.