Una aclaración necesaria : Se acerca fin de año y estamos llegando a los 12 relatos prometidos allá por enero, espero que los hayan disfrutado al leerlos tanto como yo al escribirlo. El cuento de este mes viene con un poco de suspenso. Como es un poco extenso, lo voy a subir en dos partes, la primera ahora y la ultima en la entrega de diciembre. Abrazos a todos...
Hay veces en que unas simples vacaciones se pueden convertir en la oportunidad de cumplir los sueños. Por lo menos así lo cree el personaje de este cuento, que lo único que deseaba era poder traer de vuelta un ...
TROFEO
Al fin logramos ponernos de acuerdo con mi mujer en tomarnos vacaciones y hacer un viaje. En treinta años de matrimonio fueron escasas las veces en que lo hicimos. El viaje de bodas a Carlos Paz, el raid Cataratas-Brasil-Paraguay cuando saqué el Gol cero kilómetro y los chicos eran chicos, la nena tendría seis y Facundito apenas tres años, unos días en Salta a ver la Virgen del Cerro; otra escapada de fin de semana largo a Cataratas con mis cuñados y pará de contar.Ahora los hijos ya están grandes y la verdad es que nos merecíamos un viaje como la gente. Siempre por H o por B lo posponíamos por esas cosas que uno se pone a si mismo como prioridades y la verdad es que solo reflejan lo que cuesta poder disfrutar: que la casa, que la situación económica, que la inestabilidad de lo que vendrá, que el país, que el dólar, que el colegio o la facultad de los chicos, que… que…
Pero esta vez no, nada de eso. Ni siquiera tuvimos, como otras veces, esas peleas que duran casi una semana, y donde uno de los dos, cualquiera, ya podrido pegaba el grito “¿Sabes qué?, no voy una mierda, metete el viaje en el orto”, y todo se iba al carajo por la barranca despareja de la convivencia.
No soy muy afecto a las playas llenas de gente pero menos afecto soy al frio o a los deportes. Boludeces tales como esquiar o cosa por el estilo no la van conmigo, de manera que decididos a rumbear para el sol y el calor, que mejor que algún lugar exótico del Caribe.
Después de averiguar, cotejar precios y comodidades nos decidimos por Cuba. La elección no era muy difícil: comparada con cualquier lugar con arena y agua clara como Punta Cana, San Andrés o Cancún, la isla nos ofrecía más, mucho más: país casi mítico para nosotros, el Ché, Fidel, la revolución, la historia, la cultura, los mojitos, y también, lo cual no deja de ser importante, por el mismo precio que nos cobraban ocho días en otros pedazos de arena caliente, en Cuba gozábamos de quince días de estadía “All inclusive” en hoteles de cinco estrellas.
Decididos contratamos pasaje y estadía en una agencia de viajes, a través de una conocida: cuatro días en La Habana, cinco en un Cayo y seis en Varadero.
Un día a mediados del mes de Marzo nos fuimos al fin.
Después de dieciocho horas de viaje, con una escala técnica en el aeropuerto de Lima, donde a mi mujer aprovechó y compró por la bicoca de veinte dólares unos llaveritos con la foto del Machu Picchu, llegamos a La Habana. Al aeropuerto José Martí y allí entonces sí puedo decir que empezaron nuestras vacaciones tan deseadas.
A esta altura del relato es justo confesarles que Cuba tenia para mí un condimento muy especial, y un plus secreto pero de una potencia inigualada: Ernest Hemingway y “El viejo y el mar”.
Siempre admiré a ese tipo, su escritura y esa historia tan fantástica de la que nunca pude olvidarme desde que mi papá me llevó al Cine Belgrano, (hoy convertido en templo brasilero) y vi la película.
Quedé tan impactado esa tarde en el cine, que secretamente me prometí a mí mismo que algún día iba a pescar un Pez espada tan o más grande que el que agarró Spencer Tracy pero que no me lo iban a comer los tiburones como en la película, ni mucho menos. Y ésta era mi oportunidad.
Así que apenas llegamos al hotel ”Habana Libre”, después de dejar las valijas en la habitación del piso ocho; abrir la boca y decir OOOO por el tamaño del recibidor y el desayunador; sacarles fotos a las plantas colgantes de las escaleras, le dije a mi mujer que iba a recorrer un poco el hotel y fui hasta el tercer piso donde estaba la oficina de Cubatur, la empresa de turismo habilitadas de la isla que nos correspondía, para empezar a averiguar por una excursión de pesca embarcado, en busca de mi dorado pez espada.
El señor morocho de tamaño importante que me atendió escuchó atentamente mi pedido y mis motivaciones, luego me dijo en un tono que no dejaba muchas opciones. “Mira chico, aquí en la Habana va a ser un poco difícil que puedas pescar Pez Espada, de cualquier forma tú tienes que saber que en Cuba está prohibido depredar el mar. Para hacer pesca embarcada, necesitas un permiso especial del Ministro de Agricultura e Industria Alimentaria, y más para pescar un Pez Espada y sacarlo de la isla. Lo otro sólo es para las novelas. Por qué no déjas tranquilo a los peces y te vas a visitar el Floridita en la Habana vieja. Pides un par de daiquiris, te sacas un foto con la estatua de Hemingway y ya está”.
Le contesté que al Floridita iba a ir, sin duda y también que me iba a tomar los daiquiri y sacar la foto, pero que al Pez Espada lo iba a pescar, aunque tuviera que quedarme en la isla de por vida.
No le gustó mi respuesta.
Volví a la habitación. Mi mujer estaba recién duchada y me propuso ir a ver “el cañonazo” en el antiguo fuerte que está a la entrada de la bahía de La Habana. Le dije que sí, mientras pensaba en contactarme con alguien que pudiera hacerme cumplir mi sueño.
Nuestra estadía en La Habana transcurrió gratamente entre paseos y visitas al Malecón, la Habana Vieja y la Bodeguita del medio, todo acompañado de música de los años cincuenta, boleros, olor a tabaco, ron y trato amable por parte de los lugareños. Al cuarto día como estaba previsto, volvimos al aeropuerto para tomar un avión que nos llevaría a Cayo Largo.
Que puedo decir: hermoso. Arena blanca, mar transparente, aguas cálidas. Una maravilla. El hotel, los cubanos, el clima, los mojitos de primera o el Ron-Collins, tan buenos y bien preparados que lograron que cambie mi habitualidad al whisky en menos de cuatro horas. Andaba todo el día de bermudas y ojotas. Hasta me animé a ponerme una camisa con un estampado de flores exóticas inmensas de colores verdes, rojo, azul y amarillo. Parecía un arco iris caminando, estaba muy cerca de ser el tipo más feliz del mundo salvo porque aún no había pescado mi pez espada e inmortalizado mi gran momento de escritor con una foto.
En el Cayo, la mirada del “Gran Hermano” al estar más alejados de la capital, era un poco menos potente, de manera que me contacté con un par de lugareños que vivian en el pueblo en la otra punta de la isla y trabajaban en la marina cuidando los botes y yates: Los hermanos José y Luis “Chocolate” Mirabal. Después de una charla con los dos, logré que accedan a llevarme con ellos a un día de pesca embarcado, en busca de mi trofeo y sueño. Me costo convencerlos, decían que estaba prohibido que era peligroso, que si los agarraban la iban a pasar mal. Me cobraban doscientos CUC. La verdad que era mucho dinero, eso equivalía a doscientos veinte dólares norteamericanos, y no aceptaban tarjeta de crédito, pero no tenía muchas opciones ni tiempo para buscarlas. Cerré el trato con los cubanos. El sábado debíamos tomar el avión hacia el continente de la isla. La excursión de pesca, duraba todo el día, de manera que concreté con los hermanos Mirabal para el viernes.
Ya me regodeaba pensando en la foto, feliz de pie y colgado detrás mío de un gancho un tremendo pez espada más alto que yo mismo. La cara que pondrían los compañeros de la oficina o los muchachos del club, hasta podría mandarme una comilona y cocinarles el pescado a la parilla, total con ese tamaño, alcanzaría seguro para todos.
Ahora solo debía encontrar la manera de, o bien decirle a mi mujer lo que iba a hacer o de engañarla. Opté por la primera de las opciones ya que en ese lugar no tenía muchas posibilidades ni excusas creíbles para desaparecer un día entero sin despertar sospechas.
Esa misma noche, un poco antes de cenar, decidí que era el momento ideal para hablar con mi mujer. Estábamos en unas tumbonas junto a la pileta, teníamos poca gente dando vueltas cerca nuestro, sólo una pareja gay de turistas alemanes y la noche estaba cálida y agradable. Fui hasta una de las barras, pedí un Ron Collins para mí y un Daiquiri de frutilla para ella, con los dos tragos en mis manos volví a la tumbona y le conté emocionado a mi mujer que a la mañana siguiente me iba a embarcar con dos cubanos para cumplir uno de mis mayores sueños. Al principio se enojó, después se preocupó por mi salud, es cierto que estoy un poco entrado en años y kilos y el deporte no fue nunca mi fuerte, planteó algún par de boludeces, tipo “si vos el único pescado que conoces es al tarado de tu sobrino y cuando agarraste uno, estaba muerto y en la góndola del supermercado”, pero con la ayuda de mi entusiasmo y tres daiquiris más, terminó aceptando mi idea.
Quedamos en qué para no levantar sospechas en el hotel, ella diría a todos que estaba descompuesto, que los langostinos que había cenado la noche anterior me habían caído como el culo.
A las cuatro de la madrugada José Mirabal me pasó a buscar por el hotel con un jeep, mientras su hermano Luis “Chocolate” nos aguardaba en la marina. A las cinco de la mañana partimos rumbo a alta mar. Navegamos un par de horas. Alejados setenta millas de la costa detuvieron el bote y los muchachos me dijeron que me prepare.
Me senté y me amarré lo más fuerte que pude al sillón que estaba en una de las puntas del barco y esperé. El sol pegaba a pleno ya a esa hora, y sentía que la cabeza se me recalentaba, de vez en cuando alguno de los cubanos me acercaba un balde con agua de mar para que me refresque, cosa que hacía de buen grado vaciándomelo sobre la cabeza y mojando una gorra simpática con la propaganda de Ron Havana Club, que me habían prestado los muchachos porque yo no había llevado nada para protegerme, de improvisado nomás.
Pasaron varias horas de aburrimiento total, sólo el mar del Caribe y el sol. Los cubanos charlaban animadamente, escuchaban música y todos bebí- amos ron con cola y fumábamos habanos Montecristo.
Quizás producto de todo éso sumado al calor y al aburrimiento, estaba medio adormilado cuando de pronto sentí un tirón impresionante y la tanza empezó a volar por el reel. Tuve que aferrarme con todas mis fuerzas a la caña.
Sólo trataba de sujetarla, “Chocolate” que estaba cerca mío me ayudaba a sostenerla. Sin duda algo había agarrado el anzuelo y por la fuerza con que tiraba y luchaba era grande. José que piloteaba el barco me daba indicaciones a los gritos “suéltale soga chico, sueltalé”, me decían los dos, que lo deje cansar, después que recoja, que lo tire de a poco. Gritaban dándome instrucciones, estaban tan o más excitados que yo.
...CONTINUA EN LA ENTREGA DE DICIEMBRE...
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