Oscar R. Ruiz

(en algún lugar tengo que poner y mostrar lo que escribo. Hasta ahora, no encontré uno mejor que éste)

El blog de Oscar Ruiz

7/9/23

EL RELATO DEL MES :     GOTA DE MIEL



Gota de miel

El avión al fin logra aterrizar después de  dos horas de vuelo bastante movido. La cara de los doce desconocidos compañeros de viaje lo confirma. También  el hecho que ninguno aplaudió. No sé porque le encanta hacer eso  a la  gente que viaja en avión. Una costumbre ridícula; como si uno debiera aplaudir a un mozo porque le sirvió correctamente el vino o al mecánico porque arregló bien el auto.

Amaneció hace poco, el sol no tiene fuerza y el viento hace de las suyas. El frio se nota.

Es una sensación rara la que tengo, la que me provoca volver a pisar el suelo de mi provincia natal después de tantos años. Mientras apuro el paso atravesando la pista hacia el pequeño edificio en fila india junto a los otros  pasajeros, pienso que vamos como  hormigas hacia el azúcar,  pero en lugar de azúcar hay valijas. Pocas, porque la mayoría de la gente viaja muy ligero de equipaje. Trámites, negocios, situaciones pasajeras, maletines caros, bolsos de mano pequeños. En esta época la gente ya no viaja para encontrarse cara a cara. 

            Sólo a una señora mayor  la  han venido a recibir sus hijos y sus nietos. Se queda esperando las valijas. Los demás desaparecen  apurados en busca de un taxi.

Voy al baño y decido tomarme un café y un tiempo.

            Y es lo que hago. 

            El pequeño aeropuerto, ahora quedó prácticamente desierto.  Pido un auto, el chango que abre las puertas por una moneda pega un chiflido y un Peugeot 504 estacionado a la sombra de un algarrobo se acerca hasta la dársena donde estamos esperando. El chofer tiene pinta de turco, o de árabe. 

--Buen día señor , ¿Qué tal el vuelo? –me dice el chofer.

--Al hotel Libertador  –le indico solamente por respuesta.

            No son las nueve de la mañana y el calor se está tornando insoportable.  Me saco la corbata y el saco. Abro la ventanilla. Me doy cuenta que a pesar de los casi veinte años de ausencia, la ciudad no ha cambiado mucho. Un poco más de pintura, algunos edificios de poca altura, más cemento, más asfalto, los negocios un poco más modernos, igual pobreza, igual sensación de quietud, tiempo detenido y estancamiento.

            Llamo por teléfono a mi hermano. No está. Me atiende una contestadora, le dejo un mensaje: Juan, soy yo Oscar, recién me bajé del avión, estoy parando en el Libertador frente a la plaza, en el centro. A la tarde paso por tu casa.  Después aprovecho el tiempo y hablo a mi oficina en Buenos Aires, soluciono algunas cosas de trabajo y devuelvo algunas llamadas importantes. En el hotel ya tengo la habitación reservada. Es amplia, en el tercer piso y dá a la plaza.  Apenas me instalo pongo al máximo el aire acondicionado. Me saco los zapatos y las medias, necesito sentir el contacto de mis pies con el suelo. Después me tiro a dormir, disfrutando del fresco  y la tranquilidad. 

Me despierto con frio cerca de las tres de la tarde. Tomo una ducha y me despabilo. Me acerco a la ventana, la abro y el olor de los tilos y los pochoclos, el murmullo de la gente  en la plaza me golpea sin consideración.  En la confitería del hotel, tomo un café y como algo liviano mientras espero que el conserje  me consiga un auto. Es  hora de ir a ver a mi hermano.

            El taxi me deja en la puerta de la casa de mis viejos, la calle polvorienta y la acequia me reciben. El barrio está igual, desesperadamente igual. Toco timbre.

Juan me abre la puerta, lo abrazo desde el corazón, un abrazo largo y tierno, del que me cuesta despegarme. Está muy avejentado, sin duda los últimos años no han sido fáciles para él. Llora. Mi hermano siempre fue  de lágrima fácil, al revés que yo.  Pasá, Pasá , me dice pasándome la mano por el hombro mientras cruzamos la galería techada. Las puertas de las habitaciones están abiertas. Me detengo frente a la que fué la pieza de mis viejos. Está igual que como la recuerdo. No toque nada me dice Juan, no pude. Contigua esta la habitación donde dormíamos Juan y yo y que quedo para Juan solo cuando yo me fui a la Capital.  Todavía están las dos camas. Veni, vamos al patio me dice Juan, que está más fresco. Nos sentamos a la sombra del ciruelo, donde aun esta el juego de jardín. Ahora hay dos sillas, de madera y lona,  de esos que son como de director de cine rodeando  la vieja  mesa de cemento revestida con  millones de pedazos de azulejos de todo tipo y color.  Que queres tomar, tengo jugo fresco y gaseosa, me invita, le acepto un vaso de jugo. Juan se va a la cocina a buscar el jugo. Aprovecho y el pego una mirada a la casa. Está bastante mal mantenida se nota el paso de los años, la falta de pintura, de arreglos, en fin la falta de plata. Juan viene con una pequeña bandeja trae una jarra con jugo dos vasos y una fuente con ciruelas. Esta contento, se nota.  Hablamos con Juan de mamá y de papá un rato largo, me cuenta cosas, anécdotas, momentos lindos y no tantos.

Tenemos que hacer cuentas, le digo, por la enfermedad del viejo, viste. El tiempo afuera del país, los viajes, vos sabés… Sí,  yo sé…,me dice mi hermano sonriendo, yo sé, pero por la plata olvidaté de ninguna manera.  Insisto pero Juan no quiere saber nada, no hay forma. Le digo que voy al baño. Aprovecho, le abro el botiquín y  al lado de la espuma de afeitar le dejo el sobre con el dinero que traje preparado. Siempre fue muy orgulloso, de otra manera jamás me lo aceptaría. Regreso y seguimos hablando. En un momento el  se levanta, me dice que va a traer unas fotos. De los últimos años de  papá  y de cuando éramos chicos y vivíamos en el campo.  Lo veo entrar en la pieza a buscarlas. Me quedo solo bajo la sombra de la higuera, la tarde que cae  y el olor a mi casa de siempre. Casi inconsciente, de manera automática   estiro la mano hasta  la canasta con ciruelas que está sobre la mesa,   ciruelas amarillas, muy pintonas. Agarro una, la huelo y después  me la llevo a la boca.

            ¡Humm! ¿Gota de miel o gota de oro?  ¡Humm!…  si gota de oro, seguro que es gota de oro, pero debería ser gota de miel, me gusta más, suena mejor, por lo dulce. Qué placer, tantos años, la verdad. Tengo toda la boca inundada con  este néctar dulce y fresco, tremendamente dulce,  tan dulce como estar  en los brazos de mamá, en el patio de tierra en el campo, en el monte, esa sensación de meter en verano las manos en el fuentón de chapa, lleno de agua con hielo y ciruelas, jugar a no mirar, a encontrar las más jugosas y maduras sólo por el tacto y una vez que la elijo, la presiono un poquito, levemente para sondear su resistencia  a ver si puedo adivinar que tan  dulce es, y humm la boca se me llena de saliva y las papilas se abren a pleno y después, siempre con los ojos cerrados,  me llevaba  la ciruela  a la nariz para aspirar el olor, el aroma, a  bosque, a campo, a sol, a  libertad. Que regalo me da la vida hoy. Volver a saborear estas ciruelas, ¿gota de miel o gota de oro? no gota de oro, sin duda…  tantos años que me fui del campo, de mis pagos,  la última vez que probé una ciruela de éstas fue la que me dio mamá cuando me subía  al tren que me llevaba a la Capital,  en el paquetito con dos o tres cosas más,  yo era muy pichón, apenas tenía  quince años, toma mi amor, cuidaté mucho, nunca más encontré esas ciruelas, ese sabor, hasta hoy. Hasta hoy. Un dulce que me llena la boca,  mi alma… hasta me chorreo y lo disfruto, otra quiero, quiero otras. Muchos años sin volver a sentir esto. disfrutar de esto, como cuando era chico y me trepaba a los árboles a cosechar las ciruelas, y Juan  desde abajo me grita que no suba tanto, tan alto, que te vas a caer, que me voy a caer, bajaté que te vas a caer, no seas loco, pero yo no le hacía caso porque ya sabía muy bien que las mejores, las más dulces estaban en la punta del ciruelo, donde el sol pega más fuerte y a pleno, y el frio de esas noches en el campo donde el cielo es como la frazada que teníamos, oscura pero con un montón de agujeros de polillas por donde se colaba la luz, el pasto frío por el rocío, el corazón caliente y mi mamá que cuelga la  ropa, las sábanas  al  sol ondean libres y chasquean el viento bravo de enero y el olor… el olor a jabón blanco, a ropa limpia, a sol, a ciruelas, ciruelas gota de oro, a ciruelas gota de miel…

            Mi hermano regresa de la pieza con un albún y una caja de cartón  llena de fotos y se detiene sorprendido, me encuentra  con la boca llena, chorreado de jugo de ciruela, una  ciruela en cada  mano y a punto de agarrar otra del canasto. Uu, digo, riéndome como un chico atrapado en su travesura, están buenísimas, mientras me limpio la boca con la mano.

            Las horas pasan entre fotos y recuerdos. Cuando me doy cuenta es de noche. Lo invito a comer un buen chivito y tomarnos un vino áspero,  como en los viejos tiempos. 

Antes de salir  y sin que él se dé cuenta, agarro otra ciruela del canasto.

Salimos abrazados, nos empujamos y boxeamos en broma.

Nos reímos.  Me guardo un carozo de ciruela en el bolsillo del pantalón cortito


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