LA CALESITA DE SUS DÍAS
El avión es un silencio
lleno de respiraciones pesadas, el roce
de alguna espalda contra el asiento y el cuchicheo sibilante de varios. Irineo
no pudo dormir en toda la noche. Está
nervioso. Los recuerdos van y vienen, se mezclan, le dan continuidad a su
vida, llenan los silencios: La barba
negra y el pelo largo, su mujer, con su hijo en brazos despidiéndolo en la puerta del departamento,
sin palabras pero con esa mirada profunda hacia sus ojos, la sonrisa suave y la
caricia tibia en su mejilla deseándole suerte. No hubo lágrimas. El sentir del país que dejaba atrás, la
incertidumbre de lo desconocido, el miedo de los que se quedaban.
Se pasa la mano por la
mejilla plateada y se acomoda el poco pelo canoso. Entrecierra los ojos en un
gesto de agobio y cansancio, apoya sobre la pequeña ventanilla helada, primero
la frente, después, la mano abierta y
extendida, como queriendo tapar el
círculo naranja que asoma entre las nubes y hace fuerza por parir un día. Un nuevo día, cualquiera. Un día más para
millones. Salvo para él. Irineo está volviendo a su patria, a su
ciudad y a su historia. Para poder terminarla.
Las azafatas van y vienen
por el pasillo, verificando que todos estén bien, arrimando alguna manta o
apurando el carro con café. Ahora, la bonita y morena, con una sonrisa de trabajo le pregunta
qué desea desayunar. Pide un café
negro y un poco de jugo de naranja. Demasiada ansiedad. La distancia le duele tanto como los
huesos. No puede evitar sentirse un
eco, en el camino que va dejando
atrás, que se apaga de a poco. Un racimo
de barrio que lleva dentro de él y necesita hacerlo florecer otra vez. Antes
pensaba, se decía a sí
mismo, se mentía : No pasará mucho tiempo antes de que vuelva.
Ahora sabe que no fue así, casi treinta
años. Demasiado.
Ezeiza,
a las tres de la madrugada es un conglomerado étnico curioso, rostros dormidos,
apurados, alegres por la llegada y el reencuentro o la expectativa del viaje y
los lugares desconocidos. Valijas, bultos, voces altas y alegres. Juan llegó
tres horas antes de la anunciada para el arribo
del avión. No pudo dormir en toda
la noche. Está nervioso. Los pocos recuerdos que tiene de él no
alcanzan a completar sus silencios.
Cuando salió del departamento —sin hacer ruido para no despertar a las
nenas— su mujer lo despidió
en la puerta. Con una mirada
profunda hacia sus ojos, la sonrisa suave y una caricia tibia en su mejilla le
deseó suerte. No hicieron falta palabras.
Se
pasa la mano por la barba tupida y negra, y se acomoda el pelo largo, en un
gesto típico, que viene desde años. Ahora busca un lugar abierto para tomar algo y
que el tiempo le pase más rápido. Pide un café negro y un poco de jugo de
naranja. Demasiada ansiedad. No puede
evitar pensar en él. En todos estos años la distancia entre los dos fue un misterio,
un follaje, un barrilete de tristeza.
Antes pensaba, se decía a sí mismo, se mentía :
No pasará mucho tiempo antes de que él vuelva. Ahora sabe que no fue
así, casi treinta años. Demasiado.
Se perciben desde lejos, aún antes de
traspasar la puerta. Se encuentran y se abrazan. Al fin se abrazan. De verdad, en carne y
hueso. Y en ese abrazo se funden todos los abrazos del exilio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario