EL RELATO DEL MES : GOTA DE MIEL
Gota de miel
El
avión al fin logra aterrizar después de
dos horas de vuelo bastante movido. La cara de los doce desconocidos
compañeros de viaje lo confirma. También
el hecho que ninguno aplaudió. No sé porque le encanta hacer eso a la
gente que viaja en avión. Una costumbre ridícula; como si uno debiera
aplaudir a un mozo porque le sirvió correctamente el vino o al mecánico porque
arregló bien el auto.
Amaneció
hace poco, el sol no tiene fuerza y el viento hace de las suyas. El frio se
nota.
Es
una sensación rara la que tengo, la que me provoca volver a pisar el suelo de
mi provincia natal después de tantos años. Mientras apuro el paso atravesando
la pista hacia el pequeño edificio en fila india junto a los otros pasajeros, pienso que vamos como hormigas hacia el azúcar, pero en lugar de azúcar hay valijas. Pocas,
porque la mayoría de la gente viaja muy ligero de equipaje. Trámites, negocios,
situaciones pasajeras, maletines caros, bolsos de mano pequeños. En esta época
la gente ya no viaja para encontrarse cara a cara.
Sólo a una señora mayor la han
venido a recibir sus hijos y sus nietos. Se queda esperando las valijas. Los
demás desaparecen apurados en busca de
un taxi.
Voy
al baño y decido tomarme un café y un tiempo.
Y es lo que hago.
El pequeño aeropuerto, ahora quedó
prácticamente desierto. Pido un auto, el
chango que abre las puertas por una moneda pega un chiflido y un Peugeot 504
estacionado a la sombra de un algarrobo se acerca hasta la dársena donde
estamos esperando. El chofer tiene pinta de turco, o de árabe.
--Buen
día señor , ¿Qué tal el vuelo? –me dice el chofer.
--Al
hotel Libertador –le indico solamente
por respuesta.
No son las nueve de la mañana y el
calor se está tornando insoportable. Me
saco la corbata y el saco. Abro la ventanilla. Me doy cuenta que a pesar de los
casi veinte años de ausencia, la ciudad no ha cambiado mucho. Un poco más de
pintura, algunos edificios de poca altura, más cemento, más asfalto, los
negocios un poco más modernos, igual pobreza, igual sensación de quietud,
tiempo detenido y estancamiento.
Llamo por teléfono a mi hermano. No
está. Me atiende una contestadora, le dejo un mensaje: Juan, soy yo Oscar,
recién me bajé del avión, estoy parando en el Libertador frente a la plaza, en
el centro. A la tarde paso por tu casa.
Después aprovecho el tiempo y hablo a mi oficina en Buenos Aires, soluciono
algunas cosas de trabajo y devuelvo algunas llamadas importantes. En el hotel
ya tengo la habitación reservada. Es amplia, en el tercer piso y dá a la
plaza. Apenas me instalo pongo al máximo
el aire acondicionado. Me saco los zapatos y las medias, necesito sentir el
contacto de mis pies con el suelo. Después me tiro a dormir, disfrutando del
fresco y la tranquilidad.
Me
despierto con frio cerca de las tres de la tarde. Tomo una ducha y me
despabilo. Me acerco a la ventana, la abro y el olor de los tilos y los
pochoclos, el murmullo de la gente en la
plaza me golpea sin consideración. En la
confitería del hotel, tomo un café y como algo liviano mientras espero que el
conserje me consiga un auto. Es hora de ir a ver a mi hermano.
El taxi me deja en la puerta de la
casa de mis viejos, la calle polvorienta y la acequia me reciben. El barrio
está igual, desesperadamente igual. Toco timbre.
Juan
me abre la puerta, lo abrazo desde el corazón, un abrazo largo y tierno, del
que me cuesta despegarme. Está muy avejentado, sin duda los últimos años no han
sido fáciles para él. Llora. Mi hermano siempre fue de lágrima fácil, al revés que yo. Pasá, Pasá , me dice pasándome la mano por el
hombro mientras cruzamos la galería techada. Las puertas de las habitaciones
están abiertas. Me detengo frente a la que fué la pieza de mis viejos. Está
igual que como la recuerdo. No toque nada me dice Juan, no pude. Contigua esta
la habitación donde dormíamos Juan y yo y que quedo para Juan solo cuando yo me
fui a la Capital. Todavía están las dos
camas. Veni, vamos al patio me dice Juan, que está más fresco. Nos sentamos a
la sombra del ciruelo, donde aun esta el juego de jardín. Ahora hay dos sillas,
de madera y lona, de esos que son como
de director de cine rodeando la
vieja mesa de cemento revestida con millones de pedazos de azulejos de todo tipo
y color. Que queres tomar, tengo jugo
fresco y gaseosa, me invita, le acepto un vaso de jugo. Juan se va a la cocina
a buscar el jugo. Aprovecho y el pego una mirada a la casa. Está bastante mal
mantenida se nota el paso de los años, la falta de pintura, de arreglos, en fin
la falta de plata. Juan viene con una pequeña bandeja trae una jarra con jugo
dos vasos y una fuente con ciruelas. Esta contento, se nota. Hablamos con Juan de mamá y de papá un rato
largo, me cuenta cosas, anécdotas, momentos lindos y no tantos.
Tenemos
que hacer cuentas, le digo, por la enfermedad del viejo, viste. El tiempo
afuera del país, los viajes, vos sabés… Sí,
yo sé…,me dice mi hermano sonriendo, yo sé, pero por la plata olvidaté
de ninguna manera. Insisto pero Juan no
quiere saber nada, no hay forma. Le digo que voy al baño. Aprovecho, le abro el
botiquín y al lado de la espuma de
afeitar le dejo el sobre con el dinero que traje preparado. Siempre fue muy
orgulloso, de otra manera jamás me lo aceptaría. Regreso y seguimos hablando.
En un momento el se levanta, me dice que
va a traer unas fotos. De los últimos años de
papá y de cuando éramos chicos y
vivíamos en el campo. Lo veo entrar en
la pieza a buscarlas. Me quedo solo bajo la sombra de la higuera, la tarde que
cae y el olor a mi casa de siempre. Casi
inconsciente, de manera automática
estiro la mano hasta la canasta
con ciruelas que está sobre la mesa,
ciruelas amarillas, muy pintonas. Agarro una, la huelo y después me la llevo a la boca.
¡Humm! ¿Gota de miel o gota de
oro? ¡Humm!… si gota de oro, seguro que es gota de oro,
pero debería ser gota de miel, me gusta más, suena mejor, por lo dulce. Qué
placer, tantos años, la verdad. Tengo toda la boca inundada con este néctar dulce y fresco, tremendamente
dulce, tan dulce como estar en los brazos de mamá, en el patio de tierra
en el campo, en el monte, esa sensación de meter en verano las manos en el
fuentón de chapa, lleno de agua con hielo y ciruelas, jugar a no mirar, a
encontrar las más jugosas y maduras sólo por el tacto y una vez que la elijo,
la presiono un poquito, levemente para sondear su resistencia a ver si puedo adivinar que tan dulce es, y humm la boca se me llena de
saliva y las papilas se abren a pleno y después, siempre con los ojos
cerrados, me llevaba la ciruela
a la nariz para aspirar el olor, el aroma, a bosque, a campo, a sol, a libertad. Que regalo me da la vida hoy.
Volver a saborear estas ciruelas, ¿gota de miel o gota de oro? no gota de oro,
sin duda… tantos años que me fui del
campo, de mis pagos, la última vez que
probé una ciruela de éstas fue la que me dio mamá cuando me subía al tren que me llevaba a la Capital, en el paquetito con dos o tres cosas
más, yo era muy pichón, apenas
tenía quince años, toma mi amor, cuidaté
mucho, nunca más encontré esas ciruelas, ese sabor, hasta hoy. Hasta hoy. Un
dulce que me llena la boca, mi alma…
hasta me chorreo y lo disfruto, otra quiero, quiero otras. Muchos años sin
volver a sentir esto. disfrutar de esto, como cuando era chico y me trepaba a
los árboles a cosechar las ciruelas, y Juan
desde abajo me grita que no suba tanto, tan alto, que te vas a caer, que
me voy a caer, bajaté que te vas a caer, no seas loco, pero yo no le hacía caso
porque ya sabía muy bien que las mejores, las más dulces estaban en la punta
del ciruelo, donde el sol pega más fuerte y a pleno, y el frio de esas noches
en el campo donde el cielo es como la frazada que teníamos, oscura pero con un
montón de agujeros de polillas por donde se colaba la luz, el pasto frío por el rocío, el corazón caliente y mi mamá que
cuelga la ropa, las sábanas al sol
ondean libres y chasquean el viento bravo de enero y el olor… el olor a jabón
blanco, a ropa limpia, a sol, a ciruelas, ciruelas gota de oro, a ciruelas gota
de miel…
Mi hermano regresa de la pieza con
un albún y una caja de cartón llena de
fotos y se detiene sorprendido, me encuentra
con la boca llena, chorreado de jugo de ciruela, una ciruela en cada mano y a punto de agarrar otra del canasto.
Uu, digo, riéndome como un chico atrapado en su travesura, están buenísimas,
mientras me limpio la boca con la mano.
Las horas pasan entre fotos y
recuerdos. Cuando me doy cuenta es de noche. Lo invito a comer un buen chivito
y tomarnos un vino áspero, como en los
viejos tiempos.
Antes
de salir y sin que él se dé cuenta,
agarro otra ciruela del canasto.
Salimos
abrazados, nos empujamos y boxeamos en broma.
Nos
reímos. Me guardo un carozo de ciruela
en el bolsillo del pantalón cortito