¡Alto! ¿Quién vive?
Me levanto del catre
apenas un par de horas después de acostarme, total da exactamente lo mismo que
esté de pie o acostado. Me pongo los
borceguíes. Aún están un poco húmedos,
si tuviera papel de diario seco le haría unas plantillas, como me hacía mi
vieja cuando era chico y venía con los pies mojados de jugar, pero acá no tenemos
diarios secos; ni siquiera tenemos diarios.
Cierro la chaqueta verde oliva y me cruzo la bufanda sobre el cuello. Tomo mi FAL. Salgo a la
tundra helada. El viento del oeste no da respiro, como todos los días y trae
desde el estrecho San Carlos esa bruma fría que moja todo. Agudizo la mirada a través de
la niebla. No se ve ninguna luz a lo lejos, del otro lado del estrecho San
Carlos con dirección a Puerto Darwin o hacia el este, hacia Puerto Stanley.
Comienzo mi recorrida
por el lado este, el de la entrada, como siempre, como corresponde a un militar.
Actitudes previsibles, repetitivas, constantes. Mi tropa debe saber a qué
atenerse, no puedo dejar que la moral de los soldados se venga abajo, y una
forma de hacerlo es que sepan a qué atenerse.
Camino por los
pasillos de tundra, evito pisar los canteros con grava y las placas de mármol
negro del suelo, también trato de no hacer demasiado ruido, para no molestar a
los conscriptos, aunque es un poco innecesario porque la mayoría están alertas en
sus puestos; esperando. En cuclillas, acurrucados; con la mirada perdida en los
huecos de los obuses, o hipnotizados con la traza brillante de alguna bala que
hace tiempo cayó. O quizás estén hablando entre ellos de sus cosas, de sus
heridas, recordando sus terruños allá en
el continente, ahora que están atrapados aquí a miles de kilómetros de ese
lugar, de sus hogares y vidas cotidianas.
Casi todos los que aún
estamos en este lugar de la isla, mantenemos una vigilia tensa. Otros, con más suerte que mis soldados, ya descansan mejor.
El ruido de mis pasos
despabila al conscripto que está de guardia, apoyado sobre la empalizada
pequeña de tres maderas, que delimita el
lugar donde nos encontramos todos. Está
mirando hacia el estrecho y no me ve llegar. Se sobresalta, levanta el
fusil y lo amartilla, apuntando hacia la
negrura que se le presenta adelante, mientas grita la voz de alto.
--Alto, ¿quién
vive?
--Cabo Arévalo, conscripto. Descanse nomás – le digo.
--Disculpe mi cabo,
no me di cuenta, no fue una noche fácil.
--Ya debería haberse acostumbrado,
conscripto, hace tiempo que estamos acá – le digo – Aguante que falta poco para
que termine su turno, vuelva a su posición.
Ahora me dirijo hacia
el lado oeste donde está la cruz blanca,
el pequeño altar de mármol negro y la imagen de la Virgen de Luján. Rozo sin
querer un crucifijo puesto sobre la tumba de Alberto Ludueña. El viento gélido que
baja por la colina, delante de las montañas, me obliga a levantarme la solapa
de la chaqueta. Me doy un poco de calor a las manos con el aliento. Falta menos
de una hora para que termine el turno de imaginaria.
--Alto, ¿quién
vive? - grita el conscripto que hace la
guardia parapetado tras el altar.
--Cabo Arévalo, descanse conscripto y deme el parte
– contesto.
--Sin novedad en el frente,
mi cabo – me contesta el conscripto con
una tonada cordobesa inconfundible.
Meto la mano en mi
chaqueta y saco un atado de cigarrillos para prender uno, cubro la llama con la
mano, no quiero que el reflejo de la luz sea tan fuerte; enciendo el cigarrillo
y después lo meto dado vuelta en el
hueco de mi mano para que la brasa se oculte la más posible. Le ofrezco el
paquete al soldado.
--¿Fuma, conscripto?
--Sí, gracias, cabo Arévalo.
Saca con dificultad un cigarrillo del
paquete que le ofrezco, por los guantes húmedos y los dedos agarrotados. Espero
que lo prenda y le pegue un par de pitadas
en silencio. Después le digo.
--¿Cuánto
tiempo hace que está bajo mi mando, soldado?
El soldado me mira extrañado, sin
entender mucho mi pregunta ni hacia donde voy
--Muchos años, señor
– me contesta.
--Le voy a confiar
una tarea importante conscripto, creo que ya está para que le dé otras responsabilidades.
--Sí, mi cabo, lo que
ordene -me dice.
--Se va de misión y
se lo lleva al correntino con usted. Traten de llegar lo más cerca posible de
Puerto Stanley, a ver si divisa algún indicio del enemigo.
Busque dos voluntarios más entre los muchachos
del ala norte, los que estén en mejores condiciones. Quizás hasta puede conseguir
alguna información del civil, ya debería haber venido el mes pasado a pintar
las cruces. Me informa cuando regrese.
--Hace mucho tiempo que no
se acerca nadie por acá, cabo Arévalo –me dice.
--Sí, lo sé,
conscripto, pero igual tenemos que seguir vigilando, no podemos darle
tregua a estos putos ingleses. Tenemos ciento
veintiún compañeros más que cuidar,
además de nosotros mismos. ¿Mantiene su fusil en condiciones, conscripto?
--Sí ,señor. Lo limpio y pongo a punto todos los días. Señor,
¿me permite hacerle una pregunta?
Lo miro, tratando de
encontrar algún reflejo en sus ojos inexpresivos.
--Dígame, conscripto.
--Hay rumores que la
guerra terminó, cabo Arévalo. Hace ya mucho tiempo.
--¿Quién dijo eso, soldado?
--Lo comentó el conscripto
Zabala, cabo, cuando lo trajeron desde puerto Stanley, un poco antes de irse.
--Son mentiras del
enemigo´, conscripto, rumores que
infiltran entre la tropa para desmoralizarnos, pero no van a lograrlo. Usted
manténgase firme, soldado.
--Lo que pasa es que
estoy cansado, mi cabo. Usted podría haberse ido de aquí, sin embargo se quedó,
¿por qué no se fue cuando pudo? ¿Por qué no se fue como hicieron los otros, casi
la mitad de todos los que estábamos acá?
--Porque mi misión no
terminó aún, porque todos ustedes, los ciento veintitrés son mi responsabilidad, y yo no soy hombre de
rehusar a mis obligaciones, conscripto. Es cierto, estamos cansados, pero usted no puede aflojar, de ninguna manera, como
tampoco puede hacerlo el resto de sus compañeros. Ninguno de ellos.
--Pero cabo, es que…
--Es que, nada, soldado.
--Es que hace mucho
tiempo que estamos acá, cabo. Y tengo miedo que ya no pueda irme más de aquí,
de que éste sea mi lugar definitivo.
--Soldado, los años
que pasamos acá son minutos comparados con la eternidad. Usted no puede olvidarse
de quien es, porque usted es algo más
que el “cordobés”, usted es un nombre y un apellido, y todos tenemos derecho a
conocerlo para poder escribirlo donde corresponde.
Levanta su cabeza y
me mira. Guarda silencio. El viento sigue soplando y el sol comienza a querer
asomar detrás de la colina, pero no se refleja en nuestros ojos muertos.
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