VENDAVAL
Siempre se dijo que la madrugada
de ese día de agosto del setenta y dos cuando
Luis Sosa -al que todos apodaban el marino- se fue del pueblo; fue la más fría y oscura que se tenga memoria y que por
el contrario, la noche que regresó fue la más templada y cálida que se recuerde.
Siempre se dijo y nunca nadie lo puso en duda.
De la primera noche no puedo
decir mucho porque pasaron más de cuarenta años y la memoria me falla un poco,
pero de la segunda, de cuando Sosa volvió puedo asegurar que fue así como se
cuenta y yo lo sé muy bien porque tuve
la suerte o la desgracia de estar presente esa noche.
Cuando el marino entró al Mimosa
- el bar del inglés Aberthyns - arrastrando los pies y corriendo a los
empujones las sillas que le estorbaban el paso, el boliche estaba lleno de
aquellos clientes habituales y unos cuantos ocasionales.
Sosa seguramente se debe
haber asombrado al darse cuenta que los años que habían pasado no hicieron
ninguna mella en el edificio del bar del inglés. Ni los años, ni el frío
extremo, tampoco las tormentas, ni
siquiera el ripio suelto, del viejo camino vecinal que muere en el penal de
Rawson había logrado marcar las paredes viejas y gruesas del Mimosa. Estaba tal
y como el marino Sosa lo recordaba. Ahora las caras eran diferentes -eso sí había
cambiado- pero aún todos seguían siendo pescadores de rostros tallados por el viento de la
Patagonia, hombres y mujeres solos y tristes, como siempre fue la clientela del
Mimosa.
El inglés vio la silueta
inconfundible de Sosa – su gabán
marinero y las manos en los bolsillos - en el vano de la puerta y puso dos vasos
limpios sobre el mostrador.
El Marino apenas murmuró a
su paso un “noches buenas” con su voz pesada y oscura, esperando alguna
respuesta, algún sonido que tape los gritos destemplados de sus propios pensamientos.
Pero nadie habló, ninguno de los presentes dijo esta boca es mía, ni siquiera se
animaron a respirar fuerte. Que el marino haya vuelto al pueblo era un hecho lo
suficientemente importante como para guardar silencio, además aunque muchos no
lo conocían personalmente la leyenda del Marino era conocida por todos en el
lugar. Se había ido contando de boca en boca durante todos los años que el
hombre anduvo por ahí, fuera del pueblo. Como toda leyenda creció en cada fogón,
en cada contada de asado o de vinos compartidos y ya no importaba si el Marino había matado a
uno o a diez o había sobrevivido a un pelotón de fusilamiento o era él que había
dado la orden de disparar, la leyenda como toda leyenda que se precie había superado al hecho mismo para convertirse
en un símbolo.
Mientras Sosa caminaba hacia
el mostrador algunos de los hombres que estaban conversando y bebiendo, se
hicieron a un lado, otros se fueron a sentar en alguna mesa escondida del bar. En
ese momento no hubo otro sonido en el lugar más que el que genera el choque del
pico de una botella de ginebra contra el borde un vaso de vidrio.
El inglés miró a los ojos viejos
del hombre que acababa de regresar, le acercó un vaso, levantó el suyo, como
gesto de saludo y respeto, y se lo tomó de un sorbo. Le dijo: “va por cuenta de
la casa”. Después siguió con sus cosas. No preguntó ni comentó nada. El inglés
no conocía la leyenda del marino por comentarios o por el decir de otros, el inglés
estaba con él cuando el marino se
convirtió en leyenda.
Sosa se tomó la ginebra
despacio, pensativo y en silencio, un codo apoyado en el mostrador sosteniendo la cabeza que se
apoyaba en la mano mientras la otra mano estaba en el bolsillo de su gabán
oscuro, la mirada baja, la espalda encorvada.
Después, como desde el
origen del pueblo, como desde siempre, llegó el viento. El viento del sur, amo
y señor del descampado. El viento que se mete por todos y cada uno de los
huecos que encuentra, el viento que entra chiflando, a través de las ventanas gastadas
que dan al páramo y el acantilado que bordea el Atlántico. Afuera del bar,
bramaba en toda su libertad, más fuerte que otras noches; adentro su sonido
apenas era apagado por un viejo televisor anclado en un canal de música que
emitía constantemente videos que nadie miraba pero todos escuchaban, igual que
al viento.
El marino Sosa apuró un
trago y después habló. Habló al aire o a quien quisiera escucharlo, su voz –
puedo asegurarlo - sonaba más oscura y
pesada que otras veces, como si fuera a decir una confesión o su último verso
si hubiera sido un poeta, pero no, no era un poeta, y dijo: “Sus últimos
alientos se volvieron viento, viento del sur, vendaval para que no olvide, para
traerme de vuelta hasta este lugar. Un viento helado y fuerte que penetra mis
huesos y agujea mi carne con miles de pequeños punzones”.
Apuró de un sorbo lo que
quedaba en el vaso, agradeció y salió casi de la misma manera que entró al bar,
arrastrando los pies y empujando las sillas. Se detuvo un momento en el vano de
la puerta, para cerrarse el gabán oscuro y salió a enfrentar el vendaval de
octubre, enseguida cayó al suelo tomándose el pecho dejando ver la camisa totalmente
ensangrentada por diecinueve heridas, como si diecinueve punzones le hubiesen
atravesado profundamente el corazón.
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