Oscar R. Ruiz

(en algún lugar tengo que poner y mostrar lo que escribo. Hasta ahora, no encontré uno mejor que éste)

El blog de Oscar Ruiz

2/4/15

a 33 años de Malvinas

Hay fechas que duelen, que cuestan entender, que no se pueden olvidar de ninguna manera. Como esta. Porque cientos de pibes con toda un vida por delante, fueron llevados por unos delirantes hijos de puta a una guerra sin sentido. Los que pudieron volver quedaron marcados para siempre por lo que vivieron, tratando de reconstruir sus vidas como pueden. Otros, demasiados, ni siquiera tuvieron esa opción y quedaron en las islas . Esos pibes son los verdaderos héroes , los que nunca deberíamos olvidar. Mi pequeño y humilde homenaje para ellos, este dos de abril.


¡Alto!  ¿Quién vive?
 

Me levanto del catre apenas un par de horas después de acostarme, total da exactamente lo mismo que esté de pie o acostado.  Me pongo los borceguíes. Aún están un poco  húmedos, si tuviera papel de diario seco le haría unas plantillas, como me hacía mi vieja cuando era chico y venía con los pies mojados de jugar, pero acá no tenemos diarios secos; ni siquiera tenemos diarios.  Cierro la chaqueta  verde oliva y  me cruzo la bufanda  sobre el cuello. Tomo mi FAL. Salgo a la tundra helada. El viento del oeste no da respiro, como todos los días y trae desde el  estrecho San Carlos  esa bruma fría  que moja todo. Agudizo la mirada a través de la niebla. No se ve ninguna luz a lo lejos, del otro lado del estrecho San Carlos  con dirección a Puerto Darwin o hacia el este,  hacia Puerto Stanley.
Comienzo mi recorrida por el lado este, el de la entrada, como siempre, como corresponde a un militar. Actitudes previsibles, repetitivas, constantes. Mi tropa debe saber a qué atenerse, no puedo dejar que la moral de los soldados se venga abajo, y una forma de hacerlo es que sepan a qué atenerse.  
Camino por los pasillos de tundra, evito pisar los canteros con grava y las placas de mármol negro del suelo, también trato de no hacer demasiado ruido, para no molestar a los conscriptos, aunque es un poco innecesario porque la mayoría están alertas en sus puestos; esperando. En cuclillas, acurrucados; con la mirada perdida en los huecos de los obuses, o hipnotizados con la traza brillante de alguna bala que hace tiempo cayó. O quizás estén hablando entre ellos de sus cosas, de sus heridas,  recordando sus terruños allá en el continente, ahora que están atrapados aquí a miles de kilómetros de ese lugar, de sus hogares y vidas cotidianas.
Casi todos los que aún estamos en este lugar de la isla, mantenemos una vigilia tensa.  Otros,  con más suerte que mis soldados,  ya descansan mejor.
El ruido de mis pasos despabila al conscripto que está de guardia, apoyado sobre la empalizada pequeña  de tres maderas, que delimita el lugar donde nos encontramos todos. Está  mirando hacia el estrecho y no me ve llegar. Se sobresalta, levanta el fusil y lo amartilla, apuntando  hacia la negrura que se le presenta adelante, mientas grita la voz de alto.   
--Alto, ¿quién vive? 
--Cabo  Arévalo, conscripto. Descanse nomás – le digo.
--Disculpe mi cabo, no me di cuenta,  no fue una noche fácil.
--Ya debería haberse acostumbrado, conscripto, hace tiempo que estamos acá – le digo – Aguante que falta poco para que termine su turno, vuelva a su posición.
Ahora me dirijo hacia el lado oeste  donde está la cruz blanca, el pequeño altar de mármol negro y la imagen de la Virgen de Luján. Rozo sin querer un crucifijo puesto sobre la tumba de Alberto Ludueña. El viento gélido que baja por la colina, delante de las montañas, me obliga a levantarme la solapa de la chaqueta. Me doy un poco de calor a las manos con el aliento. Falta menos de una  hora para que termine el  turno de imaginaria.
--Alto, ¿quién vive?  - grita el conscripto que hace la guardia  parapetado tras el altar. 
--Cabo  Arévalo, descanse conscripto y deme el parte – contesto.
--Sin novedad en el frente, mi cabo – me contesta el conscripto  con una  tonada cordobesa inconfundible.
Meto la mano en mi chaqueta y saco un atado de cigarrillos para prender uno, cubro la llama con la mano, no quiero que el reflejo de la luz sea tan fuerte; enciendo el cigarrillo y después lo meto dado vuelta  en el hueco de mi mano para que la brasa se oculte la más posible. Le ofrezco el paquete al soldado.
--¿Fuma, conscripto?
--Sí, gracias, cabo Arévalo.
Saca con dificultad un cigarrillo del paquete que le ofrezco, por los guantes húmedos y los dedos agarrotados. Espero que lo prenda  y le pegue un par de pitadas en silencio. Después le digo.
--¿Cuánto tiempo hace que está bajo mi mando, soldado?
El soldado me mira extrañado, sin entender mucho mi pregunta ni hacia donde voy
--Muchos años, señor – me contesta.
--Le voy a confiar una tarea importante conscripto, creo que ya está para que le dé otras responsabilidades.
--Sí, mi cabo, lo que ordene -me dice.   
--Se va de misión y se lo lleva al correntino con usted. Traten de llegar lo más cerca posible de Puerto Stanley,   a ver si divisa algún indicio del enemigo. Busque  dos voluntarios más entre los muchachos del ala norte, los que estén en mejores condiciones. Quizás hasta puede conseguir alguna información del civil, ya debería haber venido el mes pasado a pintar las cruces. Me informa cuando regrese.
--Hace mucho tiempo  que no  se acerca nadie por acá, cabo Arévalo –me dice.
--Sí,  lo sé,  conscripto, pero igual tenemos que seguir vigilando, no podemos darle tregua a estos putos ingleses. Tenemos  ciento veintiún compañeros más  que cuidar, además de nosotros mismos. ¿Mantiene su fusil en condiciones, conscripto?
--Sí ,señor.  Lo limpio y pongo a punto todos los días. Señor, ¿me permite  hacerle una pregunta?
Lo miro, tratando de encontrar algún reflejo en sus ojos inexpresivos.
--Dígame, conscripto.
--Hay rumores que la guerra terminó, cabo Arévalo. Hace ya mucho tiempo.
--¿Quién dijo eso, soldado?
--Lo comentó el conscripto Zabala, cabo, cuando lo trajeron desde puerto Stanley, un poco antes de irse.
--Son mentiras del enemigo´, conscripto, rumores que  infiltran entre la tropa para desmoralizarnos, pero no van a lograrlo. Usted manténgase firme, soldado.
--Lo que pasa es que estoy cansado, mi cabo. Usted podría haberse ido de aquí, sin embargo se quedó, ¿por qué no se fue cuando pudo? ¿Por qué no se fue como hicieron los otros, casi la mitad de todos los que estábamos acá?
--Porque mi misión no terminó aún, porque todos ustedes, los ciento veintitrés  son mi responsabilidad, y yo no soy hombre de rehusar a mis obligaciones, conscripto. Es cierto, estamos cansados, pero  usted no puede aflojar, de ninguna manera, como tampoco puede hacerlo el resto de sus compañeros. Ninguno de ellos.
--Pero cabo, es que…
--Es que,  nada,  soldado.
--Es que hace mucho tiempo que estamos acá, cabo. Y tengo miedo que ya no pueda irme más de aquí, de que éste sea mi lugar definitivo.
--Soldado, los años que pasamos acá son minutos comparados con la eternidad. Usted no puede olvidarse de quien es,  porque usted es algo más que el “cordobés”, usted es un nombre y un apellido, y todos tenemos derecho a conocerlo para poder escribirlo donde corresponde.
Levanta su cabeza y me mira. Guarda silencio. El viento sigue soplando y el sol comienza a querer asomar detrás de la colina, pero no se refleja en nuestros ojos muertos.