Mi último día en Nueva York
Hoy
cumplo veinte años y estoy en Nueva York. Para cualquiera sería un motivo de
alegría. Para mí es todo lo contrario. Estoy solo. Extraño a mis afectos. Me
traicionaron y vi derrumbarse mi vida, tal y como la conocí, en apenas unos días.
Ahora
estoy sentado en este banco, bajo la nieve de enero, frente a la fuente del
parque, mientras las horas pasan, sin saber cómo seguir, sólo aferrado a mi
guitarra como si fuera un ancla salvadora, tratando de evitar que la
desesperación me gane, me inunde, cosa que, de por sí es bastante difícil.
El
tráfico es tremendo. Me levanto. Estoy a sólo diez cuadras del Blue Note Jazz
Club, mi bar en Manhattan. Hacia allá voy.
Atravieso
a paso vivo el Washington Square Park,
tomo por Mac Douglas hasta la tercera. Hasta el 131 West. Entro al bar
decidido a tomarme todo mi dolor en whisky barato o hasta que Charly, el
cantinero, me eche a la calle por borracho o falto de crédito.
Apenas
abro la puerta, el olor rancio del
tabaco atrapado durante meses, me golpea las fosas nasales. Entrecierro los ojos, cuesta un poco acostumbrarse a la
penumbra del lugar. Venir de la luz del
medio día y aterrizar en la oscuridad del Blue Note no es fácil.
Como siempre y para delicia de mis oídos, la música del gran Satchmo llena
todo el bar y me invita a entrar sin dudar a otro mundo, de armonías y calor.
Me
siento en la punta de la barra. Apoyo en
la banqueta contigua, con mucho cuidado, mi guitarra y le pido a Charly un whisky doble.
Me
mira sin asombro, como si hubiera estado seguro de mi derrumbe, de que tan sólo era una cuestión de
tiempo, que había que esperar solamente. Quizás no, quizás, es tan sólo una
sensación mía. Me bajo de un saque el primer trago y pido el segundo.
―¿Está
seguro Sr.? ―me dice.
―Por
supuesto que estoy seguro, Charly. Y ya
a esta altura, podés hacerte el amigo.
Decirme Jorge, como todos los ventajeros de Queens. Mejor llená el vaso en silencio. No tengo ganas de hablar.
Armstrong
me mira, desde una foto autografiada
enmarcada.
A la tercera
copa, necesito ir al baño. Camino erguido y derecho, el whisky aún no me hace
tambalear.
Hago
lo mío y al salir, en el tiempo que tarda la puerta del baño en cerrarse, la
luz lo ilumina de lleno, permitiéndome
distinguirlo. Recién me doy cuenta, en
el asiento largo del rincón, contra la pared
hay un tipo.
Los
codos apoyados en la mesa. La cabeza apoyada en los nudillos de sus manos
cerradas, está inclinada para adentro.
Casi toca con la pera su pecho. Tiene una actitud de abatimiento total.
No
puedo verlo bien, porque lleva una especie de capucha dura, que le cubre
completamente la cabeza y la mitad del rostro, y además tiene puesta una capa.
Lo que sí puedo ver, claramente, por la botella en su mesa, que me aventaja
varias horas y vasos.
El tipo
realmente está mal, se lo ve muy acongojado. Es
raro. Está disfrazado de Batman,
muy bien disfrazado debo reconocer. Mirándolo detenidamente no me queda más que
aceptar que su disfraz es perfecto, simplemente perfecto. La
capucha color negro, en la
cabeza le cubre media cara y las
dos orejas puntiagudas, le dan aspecto de murciélago. Además tiene esa capa, que es
imponente.
Ya
nada me extraña en esta ciudad. De Nueva
York puede esperarse cualquier cosa. Perdí la cuenta de la cantidad de gente loca que vi desde que
empezó este mil novecientos
ochenta y cuatro, y sólo pasó menos de un mes.
La
escena al principio me parece graciosa,
encontrar a Batman tomando whisky en un bar de Nueva York no se ve muy
seguido, pero mirando bien, el hombre murciélago
se ve muy mal, abatido, sumido en sus
pensamientos y hasta quizás dolor. Hasta me atrevería a decir que emana de él
un halo oscuro y pesado en toda su
figura.
Llego
a mi lugar y me siento, pero no puedo dejar de pensar en el pobre tipo. Tomo mi
vaso y mi guitarra, le digo a Charly que
me lleve la botella a la mesa. Me acerco
y parado a su lado le digo
―La
botella suya no da más, amigo, y parece que lo tiene a mal traer. No me gusta
tomar solo. Si no se ofende compartimos
la mía, salvo que no quiera estar con alguien latino, de Argentina más
precisamente.
El
tipo de la capucha, levanta la vista,
los ojos penetrantes parecen de
fuego. Me taladran en la oscuridad. Asiente con la cabeza. Creo ver correr una lágrima a través de la máscara,
pero seguramente debe ser el reflejo de alguna luz de neón, de alguna de las tantas propagandas de
Budweiser que hay en las paredes del bar.
Me
siento en su mesa, presentándome:
―Jorge… Jorge Maniar, un gusto
―le digo estirando la mano ― ¿y usted es?
―Bruce,
Bruce Wayne.
Tomamos
nuestros primeros dos vasos en silencio, entonces me atrevo y le pregunto.
―¿Qué le pasa amigo, que está tan mal? Y
que se lo pregunte yo, ya es mucho decir.
―Remordimiento. Tan simple como éso.
Culpa. Desde que salí a la calle por
primera vez, hace ya de ésto, varios
años, estoy obligado a un destino de
vengador para el cual no tengo pasta. Soy huérfano ¿sabe?, desde muy
chico, mis padres están muertos y
enterrados desde hace años. Para todos,
menos para mí. Me obligan a revivir permanentemente el día de su asesinato.
Revivo su asesinato todos los días de mi vida. Y tengo que buscar venganza.
Debo castigar a toda la escoria de la
sociedad y ya no quiero más de éso. Lucho contra delincuentes de la peor estofa
y les doy su castigo. Siempre. Como sea. Porque así me han hecho. Pero también
he matado gente, y bastantes más de la que usted se imagina. Soy un asesino,
aunque se han ocupado muy bien de ocultar esos hechos. Jamás salieron a la luz.
No da con el perfil y la imagen que tienen determinado para mí. La verdad, amigo, es que ya no puedo con mi culpa y mis
remordimientos. No debería tener esos sentimientos, debería ser duro, incorruptible, porque así me han creado, pero algo no
funciona, porque me siento mal, muy mal. No puedo mostrar como soy, mis
sentimientos. Hace muchos años que hago lo que no quiero. Alejado de todo y de
todos, viviendo solo con un viejo, en otra ciudad, una ciudad tenebrosa que no
conoce nadie, de nombre horrible: Gotham City…Ciudad Gótica ¿cómo puede
llamarse una ciudad así? ¡Me quiere decir!
Ahora puedo verlo mejor, no tiene tantos
años, a lo sumo cuarenta y cinco, pero está muy avejentado, a pesar de su
cuerpo atlético, aunque ya se le nota una incipiente panza, quizás de tanto whisky.
Le veo muchas cicatrices.
―¿Qué está haciendo en Nueva York entonces
si es de otro lado?
―Vengo a tomar whisky tranquilo, ésta es
una ciudad donde a nadie le importa mucho del otro, se puede pasar
absolutamente desapercibido. Entonces me puedo emborrachar a mi gusto, no como
en Gótica que debo dar el ejemplo. Además aquí están los mejores psicólogos del
país, y yo vengo a ver al mío una vez por mes.
Le
lleno la copa, y él sigue hablando, desbordado, sin esperar una respuesta de mi
parte.
―Desde mi primer trabajo, en mayo del
treinta y nueve, el del Sindicato
Químico, ¿vio?, no paré nunca. Llevo cuarenta y cinco años, peleando, matando
gente y encarcelando ladrones y tipos mal paridos, siempre oculto, siempre solo, siempre
duro. Ya no doy más.
No
tengo muchos argumentos para contestarle, nunca fui muy bueno hablando ,
solamente le lleno el vaso de whisky, saco mi guitarra y toco un blues, triste como nosotros dos.
Mi
música parece gustarle y reanimarlo. De pronto el encapuchado me dice:
―¡Qué
bien que toca la guitarra! Tóquese otra por favor.
Improviso,
a veces el alcohol hace maravillas, y me encuentro tocando una melodía por
momentos hermosa y suave, y en
otros enérgica y vibrante.
El
tipo entonces estira su brazo y de la oscuridad del asiento, saca un estuche de
trompeta, lo abre y empieza a tocar a la
par mía, siguiéndome. Ante mi total asombro. Me detengo y lo increpo
―¡Pero!
¿Y usted desde cuándo toca la trompeta? Si éso no se supo nunca.
―¿Cómo
dice? ¿Usted realmente, qué sabe de mi? Qué sabe lo que yo toco o dejo de
tocar. O se va a creer todo lo que sale
publicado en las revistas. Yo también tengo una vida, que no es pública, que es
solamente mía, ¿sabe?
Me
deja sin respuesta. Charly pone de fondo a
“Rata paseandera”, la versión que
está en “El embajador Satch”, grabada en vivo en 1955. Quizás trata de
alegrarnos un poco. Es imposible no tocar encima, improviso sobre la melodía,
él me sigue con su trompeta. Los dos, hacemos una versión impecable acompañando
a Armstrong. Por un rato la música nos
aleja de nuestras penas. Terminamos de
tocar y quedamos en silencio. Disfrutando.
Siento
que debo despedirme.
―No se
preocupe Bruce, está bien que usted tenga remordimientos por matar gente, pero
sabe una cosa: Al paso que vamos como
sociedad, matar gente sin tener remordimientos seguramente será muy popular
algún día. Aunque no esté bien, nada
bien. No le extrañe que usted se
convierta en una especie de héroe si ya no lo es, y hasta que alguien
componga un tema en su honor. Un tema que se llame Batman. Además toca muy bien la trompeta.
―Gracias.
Usted también es muy bueno en lo suyo.
Le
agradezco. Tomo mi guitarra y salgo del Blue Note con otro ánimo, diferente al
que entré, decidido a regresar a Mar del Plata.
Después
de todo mi viaje quizás no fue
totalmente en vano. Me di el gusto de tocar un tema con Batman en Nueva York. Eso no es poca cosa.
Tras
la puerta, la trompeta del genial Sachmo
sigue sonando.