La vida sería imposible si todo se recordase. El secreto está en saber elegir lo que debe olvidarse. Roger Martin du Gard (1881-1958) Escritor francés.
Por alguna extraña razón camino cerca de la costa, para el lado del norte, del vaciadero, buscando un bar abierto. Miro el reloj: las once de la noche. Llevo caminando casi una hora. No entiendo por qué vine para este lado de la ciudad y no fui como todos los años para el sur, que es una zona conocida y tengo registro de los pocos bares abiertos que hay un día como hoy. Si el puto del jefe no me hubiera cambiado el turno y me hubiera dejado laburar como yo quería, como todos los años, no tendría que andar ahora caminando hasta encontrar un lugar abierto para emborracharme y no tener que soportar las boludeces de la gente festejando. Que no, que no es justo, que hace muchos años que trabajás el treinta y uno, que te merecés pasarlo con alguien de tu familia. ¡De tu familia!, me dijo el muy pelotudo. ¡Qué sabe de justicia, ese gil!
Al fin veo la luz de un negocio en una esquina un par de cuadras adelante. Parece un café o un bar y está abierto. No tiene una pinta muy agradable pero no es un día como para andar eligiendo lugar, mientras tenga vino y un baño, es suficiente para mí.
Entro. Miro el reloj: las once y veinte. Falta poco para la medianoche. Seguramente en un rato las calles se van a llenar de gente contenta y un poco borracha, pero ahora todos estaban con sus familias fingiendo una felicidad desbordante, que no creo que tengan, como si su vida cambiara radicalmente cuando el minutero pase el número doce y comience un nuevo año. La felicidad y una nueva vida a sólo escasos minutos de diferencia. Año nuevo, vida nueva. ¡Pelotudos!
Me siento en una mesa, cerca de la ventana que da a la avenida. Afuera la playa solitaria y el mar, adentro el televisor con la música, las imágenes de la gente en algún lugar del primer mundo todos amontonados, esperan-do la cuenta regresiva: Diez. Nueve. Ocho…
Mi plan es simple, emborrarme, empaparme en whisky, vino o cerveza y no tener que saludar o desear felicidades a nadie, ni que nadie me los desee a mí.
El bar es ideal para mis necesidades y combina perfectamente con mi ánimo. ¿Cómo no lo encontré antes? Un poco lúgubre, un poco viejo, un poco extraño. Sólo hay dos clientes: en un rincón oscuro, una puta vieja, flaca por demás y desahuciada, a la que se le nota que la vida le pasó factu-ras demasiado caras y no pudo pagarlas.
Sentado a la mesa de una de las ventanas, un tipo cara regordeta, barbita y patillas largas, con cara de asiático, parecido a Miyagi, el tipo que laburaba en la película de Karate Kid. ¿Era japonés o chino?, bueno no importa, para mí, todos estos tipos son chinos. También está el que supongo será el dueño, detrás del mostrador un canoso de edad indefinida. Tiene lentes tipo culo de botella, y una barba como de tres o cuatro días, aparentemente desprolija, pero nada más alejado de la realidad, sumamente cuidada. Está secando vasos con un trapo mugriento que hace las veces de repasador.
Saludo, me busco una mesa tranquila al lado de la ventana y le hago señas con la mano al dueño. El tipo me mira y mientras sigue secando las copas mueve la cabeza levemente hacia atrás levantando la pera, como preguntándome “qué quiere”. Vino, le digo, una botella de tinto, cualquiera.
Me dedico tranquilo a tomar mi vino, despacio, metido en mis cosas, mientras el tiempo avanza. Miro el mar de afuera mientras el de adentro se aquieta. Espero, sólo dejo que pasen los minutos y se termine el fin de año. Jamás me gustaron las fiestas, será porque en mi infancia nunca hubo mucho Pan Dulce.
De pronto escucho:
―Le molesta si lo invito otra copa de lo que está tomando. Somos muy pocos. Hoy es fin de año y no me gusta estar solo. Si le invito la copa a la señora, por ahí se confunde y piensa que busco otra cosa.
Es el viejo con cara de Miyagi, me habla desde su mesa, que está cerca de la mía, me habla como si me conociera. Lo miro, ya estoy acostumbrado a este tipo de pelotudos, pero una copa gratis nunca viene mal, y más cuando estoy decidido a emborracharme.
—Si a usted le hace bien, por mí no hay problema --le contesto y le hago señas con la mano al dueño del bar que traiga otra botella y un vaso.
Se levanta de su mesa y se acerca a la mía. Empezamos a charlar. Me dice que se llama Esteban. No le creo. Yo le digo que me llamo Ricardo, y no sé si me cree o no. El tipo pregunta sobre mi pasado, mi historia. Le digo muy poco. Yo también pregunto, pero no mucho, la verdad no me interesa la vida o la historia del chino éste, creo que es una cuestión simple de amabilidad porque me pagó la botella de vino. Nunca fui de hablar mucho y menos con gente que no conozco. Es una cuestión de desconfianza, de supervivencia. Los años en el reformatorio me enseñaron que por algo te-nemos dos ojos, dos orejas y una sola boca.
El tipo habla y habla, la mayoría de las cosas que dice son boludeces. No le presto mucha atención. Miro el reloj. Doce menos dos minutos. Empezó a escucharse cohetes, bocinas y hasta algún balazo al aire, siempre hay gente con el reloj adelantado.
―En un momento… ―me dice el chino.
Entre el ruido de los cohetes y las bocinas anunciando el año nuevo, no entiendo muy bien lo que me dice. En la tele la gente grita una cuenta regresiva hacia el cero.
―…yo puedo aliviarlo. Puedo hacer que termine su tormento ―completó su frase.
Lo miro, nunca tuve pelos en la lengua, ni mucha paciencia. Le contesto sin vueltas, como se merece.
―Y usted qué carajo sabe lo que me pasa. Cómo mierda va a aliviar mi dolor, me quiere decir viejo inútil. Se piensa que porque me paga un vino berreta tiene derecho a meterse en mis cosas.
El tipo no se inmutó, ni siquiera hizo un gesto de fastidio, de enojo o de molestia. Corrió la silla y se sentó más cerca, a mi lado, y más despacio, casi en un susurro, me dice:
―Yo puedo hacer que ese recuerdo que lo está atormentando se vaya para siempre, que desaparezca. De una vez y para siempre, y en su lugar dejarle otro, el que usted nunca tuvo, el que siempre quiso. El que le gustaría volver a vivir, aunque nunca fue suyo en realidad.
―Por qué no se va a cagar, ―le digo―, y se busca otro para joder. Vá-yase a tirar cohetes como cualquier pelotudo de ésos que andan por ahí. Infeliz.
El viejo se levanta de la silla, e insiste antes de irse a su mesa.
―Está bien, como quiera, pero yo puedo darle el recuerdo que usted elija, el que usted no tiene, ni lo tendrá nunca porque no lo vivió, el que le falte o que simplemente desee, y llevarme ése que lo está atormentando. Haga como quiera. Usted se lo pierde. Me parece que el que está mal no soy yo, es usted. Y encima, le gusta.
—Mire viejo, No le rompo la cara por eso, porque es viejo, y con mis antecedentes, seguro que me como un flor de garrón por un idiota. Así que déjeme de joder y siga su camino.
El asiático me mira con sus ojos rasgados, y antes de irse, me dice: lo voy a estar esperando, hasta el amanecer hay tiempo, y se fue a su mesa.
Afuera la noche es un solo ruido de cohetes, el cielo iluminado por cañitas voladoras y globos de papel de esos que se les prende fuego abajo y siempre terminan incendiando algo.
Sigo tomando mi vino. Miro el reloj: la una y veinte. El estruendo de los fuegos artificiales se había apagado, y el cielo volvió a estar iluminado sólo por las estrellas y la luna, como siempre, como todas las noches del año.
La vieja puta está dormida sobre la mesa, quizás soñando con algún cliente añorado, el dueño sigue limpiando y secando los vasos y el chino sigue inmóvil mirándome, con la copa a medio llenar, a medio tomar.
Me tomo la última copa de la botella de vino que me pagó el chino. La que pague yo se terminó hace rato.
De pronto, quizás por el vino, me levanto de la silla como si me quemara el culo, como si tuviera un resorte, como dominado por un impulso de mierda y lo encaro al hombre.
─Ya que está tan seguro y sabe tanto, ¿a ver? Diga, dígame que recuerdo me sacaría. A ver, diga jefe.
―No amigo, no se confunda, ¿puedo decirle amigo, no? Mire, yo no le saco nada, usted es el que me lo da, bah, en realidad me lo vende o me lo canjea. El recuerdo que usted elija, el que usted quiera. Con su vida, debe tener bastantes que valen la pena sacarlos, borrarlos para siempre de su mente, y le puedo asegurar que hay gente que está muy deseosa de tener aventuras y nunca se animó ni siquiera a robar caramelos de un kiosco cuando era chico, ni hablemos de algo más importante como matar a alguien por ejemplo.
―Usted está totalmente loco, pero es cosa suya. A ver ¿cuánto me paga? ¿Qué me da a cambio de mi recuerdo?
―Mire Ricardo, esta noche por ser la primera del año estoy generoso ―me dice el chino y los ojos rasgados le brillan de una manera especial mientras sus pupilas se expanden al máximo, captando la poca luz del lugar ―Estoy casi seguro que sus recuerdos pueden valer la pena. Le ofrezco algo que no lo hago con nadie. Le doy dos por uno. Usted me da un recuerdo, cualquiera, el que más le moleste. El más doloroso, el que más odie de todos, y yo se lo saco definitivamente de su mente, de su vida. A cambio le pongo dos de los que usted quiera y no tenga. Un almuerzo de familia un domingo. Un partido de fútbol en la cancha con su papá. El olor de su ma-dre y el calor de sus abrazos. La primera vez que se enamoró. O el primer polvo, el primer beso. Lo que usted quiera, lo que me pida. Va a ser suyo y lo tendrá para siempre. Para saborearlo cada vez que quiera. ¿Qué me dice, no lo tienta la oferta? Mire, le doy una muestra gratis, sin cargo.
De pronto el bar se llena de olor a tuco casero, y en un rincón una mujer bastante mayor, canosa con un delantal cuadrillé rojo y blanco tira harina sobre una mesa de madera. Al costado tiene varios bollos de masa tapados con un repasador blanco y con un palote de amasar estira uno de los bollos. Sobre una cocina grande en una vieja olla esmaltada, color verde un tuco con salchichas carniceras, gorgotea y llena todo el bar con el olor a comino, tomate recién cortado y laurel fresco.
Aspiré hasta que mis pulmones estuvieron a punto de reventar. Nunca sentí un olor tan rico como ése. En pocos minutos la imagen y el olor se fueron.
― ¿y, qué le parece? ―me pregunta el chino.
No pude contestarle. Todavía estoy disfrutando del olor y de esa visión que nunca viví, algo por lo que había envidiado a más de un amigo.
― ¿y, Ricardo, qué le parece? ―volvió a preguntarme el chino.
― Yo nunca tuve un domingo de ravioles y tuco caseros ―–le contesté.
―Sí, me lo imaginaba, pero ya es tiempo que lo tenga, ¿por qué no? Usted también tiene derecho a ese recuerdo, más aún, le puedo dar el mejor de todos, los mejores olores. Esos domingos ideales, que sólo aparecen en las propagandas de televisión o en los recuerdos que el tiempo esmeriló y le sacó todas las asperezas. La mesa grande. La abuela haciendo el tuco, los viejos contentos hablando, tomándose un Gancia, en la picada de las once de la mañana. Y si quiero se lo pongo todo debajo de una glorieta para que sea mejor, hasta le pongo la música de fondo que quiera. ¿Qué me dice?
―Que me gusta.
―Bueno, entonces dígame qué recuerdo suyo me daría a cambio
―No sé qué quiere, tengo varios que me gustaría sacármelos de encima.
―Lo más tenebroso que tenga, el morbo siempre vende bien, pero que sea auténtico.
―Le puedo dar mi primera noche en el instituto de menores cuando tenía ocho años. Tenía miedo.
―¿No tiene algo un poco más fuerte? Un robo importante, una muerte, una violación por ejemplo.
―Puede ser que tenga, quizás. Pero si lo tuviera no sé si se le daría alguno de esos recuerdos. Me recordarían lo que soy y de eso no quiero olvidarme.
El chino no saca sus ojos de los míos. La luz de la calle iluminada con los carteles de neón y alguna cañita voladora atrasada le da un reflejo especial a sus ojos rasgados. Está callado unos segundos y luego me dice mientras estira la mano para darme un apretón :
―Bueno, cerremos trato entonces. Yo nunca me voy con las manos vacías cuando empiezo un negocio.
―Así nomás ―le pregunto.
―Sí, así nomás, entre caballeros la palabra vale. ¿Qué esperaba Ricardo? , firmar con sangre como las películas. Yo soy un comerciante, simplemente compro y vendo. La única diferencia es que mi mercadería es muy especial, nada más. Cerremos el negocio; dígame qué quiere y que me da.
―Quiero un domingo completo, fideos caseros con tuco, un patio con sol y plantas y después mi viejo que me lleva al estadio a ver por primera vez el clásico. Y también quiero una noche de tormenta con muchos rayos, y mi vieja que me viene a buscar a la cama porque soy muy chiquito y estoy muy asustado y se queda conmigo cantándome una canción, y también quiero un abrazo de mi vieja pero de ésos que no se olvidan, y… y… un beso de amor, éso, el primer beso, con una chica que me quiera de verdad en una plaza de barrio una noche de verano, y también un…
―Espere Ricardo. Le dije dos. Nada más. Tiene que elegir, Es así el negocio.
―Es difícil.
―Sí, ya sé que es difícil, pero es así. Sólo dos, no hay más por este año. Si nos volvemos a cruzar tendrá otra oportunidad.
Lo pienso un poco y me decido.
―Bueno está bien. Deme a una abuela amasando y haciendo tuco para los fideos del domingo y un primer beso, pero que sea de amor verdadero.
―Delo por hecho. No hay problema con eso. Ahora usted. Muéstreme qué tiene, qué quiere que me lleve.
―No sé, qué quiere, tengo casi de todo. En el instituto de menores uno aprende casi de todo, desde robar hasta clavar una faca sin que lo vean, o si prefiere algo un poco más picante le puedo dar la primera vez que nos culeamos entre todos al tarado en el baño del instituto. También tengo algunos años en el penal de Batán. ¿Qué quiere?
―No, de esos recuerdos tengo varios y parecidos. Algo más, como le diría, algo que sea más suyo. Algo único. Muéstreme que tiene. Yo sé que tiene más. Yo lo sé, pero es usted el que me lo tiene que dar.
―No sé a qué se refiere, qué es lo que quiere.
―Sí que sabe, haga un esfuerzo y busque. Busque un poco más dentro suyo. Busque, busque, vaya para atrás.
―¿Para atrás? No lo entiendo, no sé qué quiere.
El chino me mira sin pestañear, tratando de ver el fondo de mis ojos mientras los suyos se convierten en una raya brillante, iluminados por las luces de los cohetes.
―Mire amigo, se lo voy a decir directamente. Quiero que me dé el frío de la mano de su madre. Su madre en la camilla del hospital. Muerta. Cagada a palos por uno de esos tipos cualquiera. Ese quiero. Ese es único, solo suyo. Tráigalo a su mente, recuérdelo y me lo da.
―No, ése no. Por qué quiere ése ―le digo, casi balbuceando.
―Porque es genuino, es único, Ese es suyo solamente, ya se lo dije, yo busco cosas que otros no tienen.
―No, ése no se lo doy. Elija cualquier otro, le doy dos yo también, cual-quier otro – le contesto convirtiéndome en un improvisado negociador.
El chino, baja la vista, mira el suelo, piensa un rato, después me mira.
―Bueno. Hecho. Ya le dije que nunca me voy con las manos vacías, nunca dejo un negocio sin terminar. Piense, cierre los ojos, recuerde. Yo hago el resto.
Le hice caso.
Pasaron unos pocos minutos, se levantó de la silla y se despidió de mí con una leve inclinación de su cabeza. De pie y antes de salir me dice: No se preocupe por el vino. La cuenta está pagada. Gracias y que tenga un buen año.
Lo veo salir hacia la avenida caminando despacio y sin hacer ruido. Está comenzando a amanecer. Yo también me levanto y me voy del bar. Me siento un poco borracho. Fue una noche larga, y rara, pienso mientras me abrocho el cuello de la camisa para protegerme de la bruma húmeda del amanecer.
En la calle restos de papeles de cohetes, de cañitas voladoras, y botellas de sidra en la vereda me dicen que empezó un año nuevo. Mientras camino hacia mi casa, tranquilo, bordeando la costa silbo bajito los compases de “Niebla del riachuelo”. El aire fresco del amanecer y el olor a salitre comienzan a hacer desaparecer mi borrachera, de pronto y sin motivo alguno me acuerdo de mi abuela cocinando el tuco de los domingos, amasando los fideos, y el recuerdo de ese olor me reconforta. Pienso en mi vieja, pero por una extraña razón que no alcanzo a comprender, su cara se desdibuja, por más que lo intento el recuerdo se va, no aparece, no puedo acordarme de ella.