Oscar R. Ruiz

(en algún lugar tengo que poner y mostrar lo que escribo. Hasta ahora, no encontré uno mejor que éste)

El blog de Oscar Ruiz

10/4/17

TEMPORADA DE LLUVIAS

TEMPORADA DE LLUVIAS  
Sara,  parada frente a la ventana empañada de la cocina, miraba hacia el monte. El cielo seguía encapotado y la lluvia continuaba cayendo de manera lenta y pausada. El precario muelle había sido tragado por el rio, que en su crecida penetró varios metros hacia el continente firme. Las  ramas de eucaliptus que el viento había derribado  obstruían de una manera caprichosa el camino. Algunos árboles estaban ladeados;  clara muestra de que las raíces cuando el suelo está por demás blando, no tienen agarre, ni soportan el peso de las hojas mojadas.
Fuera de la casa - una típica construcción edificada sobre pilotes que la separaban del suelo casi medio metro -  todo era barro y agua. El piso de  madera de la galería abierta que abarcaba todo el frente de la casa estaba lleno de hongos por tanta agua que había absorbido.
Sara sacó el pedacito de ladrillo  que siempre lleva en el bolsillo del delantal y cruzó con un solo trazo  horizontal  las cinco barras verticales, dibujadas en la pared  al lado de la ventana. Trazó  una nueva barra vertical  y contó. Siete grupos de cinco barras verticales  cruzadas con una horizontal y una barra sola.  Treinta y seis, murmuró. 
--¿Qué? -preguntó Ricardo, que estaba sentado cerca de la cocina económica afilando una cuchilla. 
|       --Treinta y seis  --volvió a decir Sara.
Ricardo dejó sobre la mesada la cuchilla, agrego un par de leños a la cocina económica, se dio vuelta y la miró, en un gesto claro que exigía una explicación.
--Que hace treinta y seis días que llueve. Nunca duró tanto la temporada de lluvias en la isla.
--Ajá –dijo Ricardo. Sara continuó
--Bueno, no, en realidad ahora me acuerdo que la tía contaba cada tanto que un año acá llovieron más de cien días sin parar. 
--Ciento doce. Eso fue en el año de la hambruna --dijo Ricardo
--Si eso, el año de la hambruna, eso mismo. Así le decía la tía. Contaba que ni raíces había para comer. ¿Cuándo fue eso, Ricardo? ¿Vos te acordás?
--En el setenta y nueve. No hacía un año que el viejo había muerto.
--Yo era muy chiquita, cuando mama se vino a la isla. Casi recién nacida. Vos era más grandecito, tendrías nueve o diez.
--Diez.
--No sé porque mamá se quedó acá, y no se volvió al pueblo. La tía nunca me conto eso.
--Vino al velorio de papá,  era el  hermano, como no iba a venir. Después, empezó la lluvia y no pudo volver - contestó Ricardo, y agregó -  ¿y cuándo te contó eso mi vieja?
--¿Qué cosa?
--Lo de la hambruna.
--Ah, No sé. No me acuerdo -dijo Sara– cuando estábamos en la cocina, que se yo. Cuando yo le preguntaba por mamá, cómo era, cómo había muerto. Esas cosas. La tía hablaba poco; Como vos. Cuñada le decía
--¿Y qué te decía?
--Poco, muy poco. Cuñada se ahogó, decía, cuñada se ahogó, eso me decía. Parece que salió en la tormenta a buscar las redes en el rio, perdió pie o resbalo en la barranca, y el rio se la llevo vaya a saber adónde porque ni el cuerpo encontraron.  Después de eso construyeron el  muelle.  A la tía no le gustaba mucho hablar de  mi mamá. La temporada de lluvias es una mierda, ni dormir se puede de lo pegajoso y caliente que esta todo.
--Uno tiene que hacer lo que sea necesario para sobrevivir, decía mi vieja –dijo Ricardo,  terminando de afilar la cuchilla y poniéndosela en la cintura    
– Poné el agua a hervir, voy a buscar una gallina, hace semanas que ya no pone huevos.  
Sara agregó unos leños a la cocina económica y puso encima una olla grande y tiznada, con agua hasta la mitad. Ricardo se puso un capote para lluvia que estaba colgado en un gancho sobre la pared de la galería, al reparo y secándose  y se calzó un par de botas viejas, de goma. La prima asomó la cabeza por la puerta de la cocina para decirle que cuando vuelva no entre con las botas embarradas a la casa. Ricardo no contestó y salió para el lado del río, donde estaban el gallinero, un pequeño galpón y dos corrales vacíos. 
A Ricardo no le costó mucho trabajo agarrar  la gallina. El animal  estaba quieto y apichonado sobre el palo más alto del gallinero. Hacía días que no comía nada y estaba empapada y llena de barro.  La puso debajo de la axila izquierda apretándola para que no escape. Le levantó las alas cruzándolas y  tirándolas para atrás de manera que queden trabadas con su brazo, después le tiró la cabeza para atrás, le apoyó el dedo pulgar en el pico para sujetar la cabeza y que el cuello del animal quede despejado y a la vista. Con la cuchilla en la mano derecha, de un solo corte certero  le abrió el cogote. Antes de tirarla al suelo, volvió a pasar la cuchilla por el corte para agrandar el tajo. Tomo fuertemente  a la gallina de las dos patas  y la puso  cabeza para abajo hasta que dejó de chorrear sangre  y dar estertores. Por ultimo recogió la cuchilla y volvió a la casa.         
–Tomá, pelala y hacete algo – Le dijo a su prima estirando el brazo y entregándole la gallina.
Sara, con repulsión, metió al animal en el agua hirviendo y empezó a pelarla.
--Ya deberías haber aprendido a matar gallinas –dijo Ricardo.
--No puedo. La sangre me descompone. No puedo matar ningún bicho –contestó la prima – ya lo sabes.
--Si lo sé, pero uno tiene que hacer lo que sea necesario para sobrevivir, acordate  –dijo Ricardo, mientras limpiaba la sangre de la cuchilla y volvía a afilarla. 
--Falta leña seca --dijo Sara
--Eso podés hacerlo vos, los árboles no tienen sangre  –le contestó el  primo.   
Esta vez fue Sara la que salió a la galería para ponerse el capote y las botas de goma. Fue hasta el galpón, lleno una carretilla vieja con troncos húmedos y empapados, la levantó  y sopesó el peso de la carga que tenía que llevar. Le pareció mucho y sacó un par de troncos para alivianar el peso, sabiendo que no le iba a ser fácil arrastrar por el barro la carretilla cargada.
Con esfuerzo llegó hasta la casa. Descargó  los troncos y los puso en la galería, al reparo. Metió unos cuantos debajo de  la cocina económica para que el calor los vaya secando. Al poco rato nomás los troncos empezaron a humear. Ricardo seguía afilando la cuchilla. Había trozado la gallina para ponerla a cocinar.
--El camino está bastante cortado. Hay muchas ramas caídas –dijo Sara -  y el río está por demás crecido. ¿Cuántas gallinas nos quedan?
--Ninguna. Esta fue la última  -le contestó Ricardo.
Sara no habló,  por un momento evalúo la situación,  calculó cuanto podía durar la comida, si la administraba bien. Si al menos tuviera alguna papa o alguna verdura para agregar, haría un puchero más o menos decente, pensó, mientras  maldecía  a la lluvia, después dijo.
--La gallina va a durar como mucho cuatro o cinco días si la retaceamos y la estiramos. Tendrías que irte al monte, Ricardo, a ver si encontrás algún animal que podamos comer. Alguno que no se haya ido de la isla o que no se haya ahogado, algún animal mejor que las víboras o las ratas. Algún  yaguareté debe haber Ricardo, algún  animal de esos que se comió a los lechones. Algo debe haber que puedas cazar.  Por ahora tenemos la gallina para comer. Si para de llover,  en unos días baja el río y con el bote podemos ir al almacén del poblado por comida ¿no?, pero, ¿si la lluvia sigue? ¿Si no para? – dijo Sara.
--Ajá. Ya veremos, Sara, ya veremos. Comeremos ratas o víboras a falta de algo mejor, o a los perros, si es que los encontramos y no se ahogaron. Uno tiene que hacer lo que sea necesario para sobrevivir -contesto Ricardo, sin dejar de afilar la cuchilla.
Sara preparó la última gallina de la mejor manera posible, sin desperdiciar absolutamente nada. Con las patas y la cabeza hizo un caldo, con los menudos una especie de guiso con un poco de arroz viejo y con gorgojos que encontró en el fondo de un tarro. El cuerpo después de hervirlo mucho tiempo, lo trozó  en pedazos lo más pequeños posibles. Así y todo la comida solo alcanzó para tres días, los cuales siguió lloviendo.
El cuarto día, los primos sólo consumieron mate. Sara intentó rescatar la canoa, que la corriente había encallado sobre un recodo del rio, solo para darse cuenta que estaba tan destrozada que llevaría semanas repararla. Ricardo por su parte fue hasta la orilla del rio, donde había clavado la red para pescar, siempre algún pez quedaba atrapado llevado por la correntada, pero no tuvo suerte, esta vez la correntada era tan fuerte que solo encontró troncos  enredados entre los pedazos de red  destrozada. Frustrado volvió a la casa. Se sacó el capote en la galería, pero no las botas. Sara le rezongó por entrar con las botas embarradas a la casa. La lluvia seguía cayendo al mismo ritmo intenso que tuvo toda la semana.   
Seis días más pasaron desde que se comieron la última presa de la gallina. Solo se alimentaban con agua, dormían poco: por el clima y por el hambre y la lluvia seguía cayendo.
Cansada de dar vueltas en la cama sin poder dormir, Sara se levantó mucho antes de que amaneciera el séptimo día. Transpirada salió a la galería  a refrescarse.  Apenas vestida con ropa interior sintió con placer el  aire fresco y húmedo de la noche. En un impulso, agarro el hacha  que siempre dejan en la galería  para cortar leña y  sentada en  uno de los troncos que usaban de banco comenzó a afilarla mecánicamente.  Estaba casi al borde del alero, enfrentada al monte y el agua de la lluvia le mojaba la cara cada vez que el viento remolineaba entre los árboles.  Desde ese lugar,  el rio no se alcanzaba a ver, pero Sara percibía nítidamente el ruido del agua formando una correntada violenta y caudalosa. 
Como a la hora un poco antes de amanecer, apareció Ricardo en la galería. Transpirado a pesar de tener solo una camiseta musculosa y calzoncillo. Se acercó al borde y miró un rato la lluvia que caía cada vez más suave y despacio.  Sara seguía limpiando y afilando el hacha.     
--Parece que no se puede dormir hoy. ¿No, Sara?  -preguntó Ricardo  mientras se acercaba por detrás y deslizaba suavemente  un dedo por la espalda desnuda de la mujer. Sara se estremeció al contacto con la piel de su primo. Un gesto de cariño, aún torpe como ese,  no era  algo habitual en el hombre  que  convivía  con ella hacía más de vente años.  Dejó el hacha sobre el suelo  y dándose vuelta miró a Ricardo. Quizás por la posición en que se encontraba, sentada en un tronco de apenas cuarenta centímetros de altura, la  media luz que  reinaba en el  lugar o la postura de Ricardo, de pie, erguido y recto, mentón alto y mirada a lo lejos,  le pareció mucho más impactante su figura delgada y fibrosa que de costumbre. Sin decir palabra, abrió  las piernas  ofreciendo  lo que él estaba buscando. Ricardo la tomó de la cintura, la puso de pie  y en un movimiento brusco y rápido la hizo girar, poniéndola de espaldas. Haciendo presión con su mano sobre la nuca de Sara, la obligo a bajar la cabeza y que tuviera que apoyar las manos sobre el tronco, Sara levantó la pelvis y el prácticamente le arrancó la bombacha para penetrarla rápida y violentamente. La respiración agitada y un gemido casi gutural fue el  indicio   que su primo había acabado.
Sara se quedó unos segundos con la cabeza apoyada en el tronco, mientras las piernas le temblaban,  por la posición o por el hambre. Ricardo ya se había ido a la cocina, empezaba a amanecer y Sara vio cómo su primo ponía la pava en el fuego y volvía a afilar la cuchilla por centésima vez.  Se limpió el semen que le empezaba a chorrear por los muslos, y sentada en el tronco nuevamente volvió a afilar el hacha. 
Ricardo salió de la cocina. Traía  la cuchilla en la mano. Sara lo miró y empuño más fuerte el hacha que estaba afilando
                   --¿Ahora se te dio por afilar el hacha? Pensás que podes cazar algo – le preguntó Ricardo.
--¿Y por qué no?  Si vos te la pasas afilando la cuchilla para nada.  Si vos no salís a buscar algo de comida, me voy a ocupar yo. Hay que hacer lo que sea para sobrevivir. Eso mismo  decía la tía ¿no?
            --Sí, eso decía, o parecido – contestó Ricardo – mientras caminaba hacia Sara decidido.
La mujer se puso de pie, instintivamente y comenzó a retroceder, pero trastabillo con el tronco para caer de espaldas al suelo, fuera de la galería de la casa. Al barro. Dolorida busco el hacha tanteando mientras veía como su primo empezaba a bajar la escalera hacia ella.    
Sara, tendida en el suelo barroso, boca arriba, vio como las nubes surcaban el cielo  impulsadas por un viento fuerte,  que no se sentía desde la superficie, también vio que el color ya no era gris oscuro como desde hacía mucho tiempo,  sino que empezaba a tener un color celeste claro, y se dio cuenta de que algo extraño pasaba.
              --Dejo de llover  -dijo- Dejo de llover, Ricardo –grito- La temporada de lluvias termino. 
              --Ajá –contesto el primo parado en  el tercer escalón de la escalera de madera, mirando hacia arriba y comprobando que efectivamente había parado de llover.
            –Ahora sí que los animales van a volver, Ricardo, ahora sí, en un día o dos el río baja y  podemos ir a buscar  algo para comer.
           --Ajá – contesto Ricardo y  sin decir nada más se acercó hasta donde estaba caída su prima y le dio la mano para que se levante del suelo.


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