TEMPORADA DE LLUVIAS
Sara, parada frente a la ventana empañada de la
cocina, miraba hacia el monte. El cielo seguía
encapotado y la lluvia continuaba cayendo de manera lenta y pausada. El
precario muelle había sido tragado por el rio, que en su crecida penetró varios
metros hacia el continente firme. Las ramas
de eucaliptus que el viento había derribado obstruían de una manera caprichosa el camino. Algunos
árboles estaban ladeados; clara muestra de
que las raíces cuando el suelo está por demás blando, no tienen agarre, ni soportan
el peso de las hojas mojadas.
Fuera de la casa - una típica
construcción edificada sobre pilotes que la separaban del suelo casi medio
metro - todo era barro y agua. El piso
de madera de la galería abierta que
abarcaba todo el frente de la casa estaba lleno de hongos por tanta agua que
había absorbido.
Sara sacó el pedacito de
ladrillo que siempre lleva en el
bolsillo del delantal y cruzó con un solo trazo
horizontal las cinco barras
verticales, dibujadas en la pared al
lado de la ventana. Trazó una nueva
barra vertical y contó. Siete grupos de
cinco barras verticales cruzadas con una
horizontal y una barra sola. Treinta y
seis, murmuró.
--¿Qué? -preguntó Ricardo, que
estaba sentado cerca de la cocina económica afilando una cuchilla.
| --Treinta
y seis --volvió a decir Sara.
Ricardo dejó sobre la mesada la cuchilla, agrego un
par de leños a la cocina económica, se dio vuelta y la miró, en un gesto claro
que exigía una explicación.
--Que hace treinta y seis
días que llueve. Nunca duró tanto la temporada de lluvias en la isla.
--Ajá –dijo Ricardo. Sara
continuó
--Bueno, no, en realidad ahora
me acuerdo que la tía contaba cada tanto que un año acá llovieron más de cien
días sin parar.
--Ciento doce. Eso fue en el
año de la hambruna --dijo Ricardo
--Si eso, el año de la
hambruna, eso mismo. Así le decía la tía. Contaba que ni raíces había para
comer. ¿Cuándo fue eso, Ricardo? ¿Vos te acordás?
--En el setenta y nueve. No hacía
un año que el viejo había muerto.
--Yo era muy chiquita, cuando
mama se vino a la isla. Casi recién nacida. Vos era más grandecito, tendrías
nueve o diez.
--Diez.
--No sé porque mamá se quedó acá,
y no se volvió al pueblo. La tía nunca me conto eso.
--Vino al velorio de papá, era el
hermano, como no iba a venir. Después, empezó la lluvia y no pudo volver
- contestó Ricardo, y agregó - ¿y cuándo
te contó eso mi vieja?
--¿Qué cosa?
--Lo de la hambruna.
--Ah, No sé. No me acuerdo -dijo
Sara– cuando estábamos en la cocina, que se yo. Cuando yo le preguntaba por
mamá, cómo era, cómo había muerto. Esas cosas. La tía hablaba poco; Como vos. Cuñada
le decía
--¿Y qué te decía?
--Poco, muy poco. Cuñada se ahogó,
decía, cuñada se ahogó, eso me decía. Parece que salió en la tormenta a buscar
las redes en el rio, perdió pie o resbalo en la barranca, y el rio se la llevo
vaya a saber adónde porque ni el cuerpo encontraron. Después de eso construyeron el muelle. A la tía no le gustaba mucho hablar de mi mamá. La temporada de lluvias es una
mierda, ni dormir se puede de lo pegajoso y caliente que esta todo.
--Uno tiene que hacer lo que
sea necesario para sobrevivir, decía mi vieja –dijo Ricardo, terminando de afilar la cuchilla y
poniéndosela en la cintura
– Poné el agua a hervir, voy
a buscar una gallina, hace semanas que ya no pone huevos.
Sara agregó unos leños a la
cocina económica y puso encima una olla grande y tiznada, con agua hasta la
mitad. Ricardo se puso un capote para lluvia que estaba colgado en un gancho
sobre la pared de la galería, al reparo y secándose y se calzó un par de botas viejas, de goma. La
prima asomó la cabeza por la puerta de la cocina para decirle que cuando vuelva
no entre con las botas embarradas a la casa. Ricardo no contestó y salió para el
lado del río, donde estaban el gallinero, un pequeño galpón y dos corrales vacíos.
A Ricardo no le costó mucho
trabajo agarrar la gallina. El animal estaba quieto y apichonado sobre el palo más
alto del gallinero. Hacía días que no comía nada y estaba empapada y llena de
barro. La puso debajo de la axila
izquierda apretándola para que no escape. Le levantó las alas cruzándolas
y tirándolas para atrás de manera que
queden trabadas con su brazo, después le tiró la cabeza para atrás, le apoyó el
dedo pulgar en el pico para sujetar la cabeza y que el cuello del animal quede despejado
y a la vista. Con la cuchilla en la mano derecha, de un solo corte certero le abrió el cogote. Antes de tirarla al
suelo, volvió a pasar la cuchilla por el corte para agrandar el tajo. Tomo
fuertemente a la gallina de las dos
patas y la puso cabeza para abajo hasta que dejó de chorrear
sangre y dar estertores. Por ultimo
recogió la cuchilla y volvió a la casa.
–Tomá, pelala y hacete algo –
Le dijo a su prima estirando el brazo y entregándole la gallina.
Sara, con repulsión, metió al
animal en el agua hirviendo y empezó a pelarla.
--Ya deberías haber aprendido
a matar gallinas –dijo Ricardo.
--No puedo. La sangre me
descompone. No puedo matar ningún bicho –contestó la prima – ya lo sabes.
--Si lo sé, pero uno tiene
que hacer lo que sea necesario para sobrevivir, acordate –dijo Ricardo, mientras limpiaba la sangre de
la cuchilla y volvía a afilarla.
--Falta leña seca --dijo Sara
--Eso podés hacerlo vos, los árboles
no tienen sangre –le contestó el primo.
Esta vez fue Sara la que salió
a la galería para ponerse el capote y las botas de goma. Fue hasta el galpón,
lleno una carretilla vieja con troncos húmedos y empapados, la levantó y sopesó el peso de la carga que tenía que llevar.
Le pareció mucho y sacó un par de troncos para alivianar el peso, sabiendo que
no le iba a ser fácil arrastrar por el barro la carretilla cargada.
Con esfuerzo llegó hasta la
casa. Descargó los troncos y los puso en
la galería, al reparo. Metió unos cuantos debajo de la cocina económica para que el calor los vaya
secando. Al poco rato nomás los troncos empezaron a humear. Ricardo seguía afilando
la cuchilla. Había trozado la gallina para ponerla a cocinar.
--El camino está bastante cortado.
Hay muchas ramas caídas –dijo Sara - y
el río está por demás crecido. ¿Cuántas gallinas nos quedan?
--Ninguna. Esta fue la última
-le contestó Ricardo.
Sara no habló,
por un momento evalúo la situación, calculó cuanto podía durar la comida, si la
administraba bien. Si al menos tuviera alguna papa o alguna verdura para
agregar, haría un puchero más o menos decente, pensó, mientras maldecía
a la lluvia, después dijo.
--La gallina va a durar como
mucho cuatro o cinco días si la retaceamos y la estiramos. Tendrías que irte al
monte, Ricardo, a ver si encontrás algún animal que podamos comer. Alguno que
no se haya ido de la isla o que no se haya ahogado, algún animal mejor que las
víboras o las ratas. Algún yaguareté debe
haber Ricardo, algún animal de esos que se
comió a los lechones. Algo debe haber que puedas cazar. Por ahora tenemos la gallina para comer. Si
para de llover, en unos días baja el río
y con el bote podemos ir al almacén del poblado por comida ¿no?, pero, ¿si la
lluvia sigue? ¿Si no para? – dijo Sara.
--Ajá. Ya veremos, Sara, ya
veremos. Comeremos ratas o víboras a falta de algo mejor, o a los perros, si es
que los encontramos y no se ahogaron. Uno tiene que hacer lo que sea necesario
para sobrevivir -contesto Ricardo, sin dejar de afilar la cuchilla.
Sara preparó la última
gallina de la mejor manera posible, sin desperdiciar absolutamente nada. Con
las patas y la cabeza hizo un caldo, con los menudos una especie de guiso con
un poco de arroz viejo y con gorgojos que encontró en el fondo de un tarro. El
cuerpo después de hervirlo mucho tiempo, lo trozó en pedazos lo más pequeños posibles. Así y
todo la comida solo alcanzó para tres días, los cuales siguió lloviendo.
El cuarto día, los primos sólo consumieron mate.
Sara intentó rescatar la canoa, que la corriente había encallado sobre un
recodo del rio, solo para darse cuenta que estaba tan destrozada que llevaría
semanas repararla. Ricardo por su parte fue hasta la orilla del rio, donde
había clavado la red para pescar, siempre algún pez quedaba atrapado llevado
por la correntada, pero no tuvo suerte, esta vez la correntada era tan fuerte
que solo encontró troncos enredados
entre los pedazos de red destrozada. Frustrado
volvió a la casa. Se sacó el capote en la galería, pero no las botas. Sara le
rezongó por entrar con las botas embarradas a la casa. La lluvia seguía cayendo
al mismo ritmo intenso que tuvo toda la semana.
Seis días más pasaron desde que se comieron la última
presa de la gallina. Solo se alimentaban con agua, dormían poco: por el clima y
por el hambre y la lluvia seguía cayendo.
Cansada de dar vueltas en la cama sin poder dormir,
Sara se levantó mucho antes de que amaneciera el séptimo día. Transpirada salió
a la galería a refrescarse. Apenas vestida con ropa interior sintió con
placer el aire fresco y húmedo de la
noche. En un impulso, agarro el hacha
que siempre dejan en la galería
para cortar leña y sentada en uno de los troncos que usaban de banco comenzó
a afilarla mecánicamente. Estaba casi al
borde del alero, enfrentada al monte y el agua de la lluvia le mojaba la cara
cada vez que el viento remolineaba entre los árboles. Desde ese lugar, el rio no se alcanzaba a ver, pero Sara percibía
nítidamente el ruido del agua formando una correntada violenta y caudalosa.
Como a la hora un poco antes de amanecer, apareció Ricardo
en la galería. Transpirado a pesar de tener solo una camiseta musculosa y
calzoncillo. Se acercó al borde y miró un rato la lluvia que caía cada vez más
suave y despacio. Sara seguía limpiando
y afilando el hacha.
--Parece que no se puede
dormir hoy. ¿No, Sara? -preguntó Ricardo mientras se acercaba por detrás y deslizaba
suavemente un dedo por la espalda desnuda
de la mujer. Sara se estremeció al contacto con la piel de su primo. Un gesto
de cariño, aún torpe como ese, no
era algo habitual en el hombre que convivía con ella hacía más de vente años. Dejó el hacha sobre el suelo y dándose vuelta miró a Ricardo. Quizás por la
posición en que se encontraba, sentada en un tronco de apenas cuarenta
centímetros de altura, la media luz que reinaba en el
lugar o la postura de Ricardo, de pie, erguido y recto, mentón alto y
mirada a lo lejos, le pareció mucho más impactante
su figura delgada y fibrosa que de costumbre. Sin decir palabra, abrió las piernas ofreciendo
lo que él estaba buscando. Ricardo la tomó de la cintura, la puso de pie
y en un movimiento brusco y rápido la
hizo girar, poniéndola de espaldas. Haciendo presión con su mano sobre la nuca
de Sara, la obligo a bajar la cabeza y que tuviera que apoyar las manos sobre
el tronco, Sara levantó la pelvis y el prácticamente le arrancó la bombacha
para penetrarla rápida y violentamente. La respiración agitada y un gemido casi
gutural fue el indicio que su
primo había acabado.
Sara se quedó unos segundos con
la cabeza apoyada en el tronco, mientras las piernas le temblaban, por la posición o por el hambre. Ricardo ya
se había ido a la cocina, empezaba a amanecer y Sara vio cómo su primo ponía la
pava en el fuego y volvía a afilar la cuchilla por centésima vez. Se limpió el semen que le empezaba a chorrear
por los muslos, y sentada en el tronco nuevamente volvió a afilar el
hacha.
Ricardo salió de la cocina. Traía
la cuchilla en la mano. Sara lo miró y empuño
más fuerte el hacha que estaba afilando
--¿Ahora se te dio por afilar el hacha? Pensás que
podes cazar algo – le preguntó Ricardo.
--¿Y por qué no? Si vos te la pasas afilando la cuchilla para
nada. Si vos no salís a buscar algo de
comida, me voy a ocupar yo. Hay que hacer lo que sea para sobrevivir. Eso mismo
decía la tía ¿no?
--Sí, eso decía, o parecido –
contestó Ricardo – mientras caminaba hacia Sara decidido.
La mujer se puso de pie, instintivamente
y comenzó a retroceder, pero trastabillo con el tronco para caer de espaldas al
suelo, fuera de la galería de la casa. Al barro. Dolorida busco el hacha
tanteando mientras veía como su primo empezaba a bajar la escalera hacia
ella.
Sara, tendida en el suelo
barroso, boca arriba, vio como las nubes surcaban el cielo impulsadas por un viento fuerte, que no se sentía desde la superficie, también
vio que el color ya no era gris oscuro como desde hacía mucho tiempo, sino que empezaba a tener un color celeste
claro, y se dio cuenta de que algo extraño pasaba.
--Dejo de llover -dijo- Dejo de llover, Ricardo –grito- La
temporada de lluvias termino.
--Ajá –contesto el primo parado en
el tercer escalón de la escalera de madera, mirando hacia arriba y
comprobando que efectivamente había parado de llover.
–Ahora sí que los animales van a
volver, Ricardo, ahora sí, en un día o dos el río baja y podemos ir a buscar algo para comer.
--Ajá – contesto Ricardo y sin decir nada más se acercó hasta donde
estaba caída su prima y le dio la mano para que se levante del suelo.
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