Oscar R. Ruiz

(en algún lugar tengo que poner y mostrar lo que escribo. Hasta ahora, no encontré uno mejor que éste)

El blog de Oscar Ruiz

14/12/13

El Relato del mes DICIEMBRE . TROFEO

Llegamos a Diciembre, casi fin del 2013, cumplimos con los 12 relatos prometidos y este mes el final del cuento  subido el mes pasado. Ojale les guste y los disfruten.  El mejor de los deseos para todos y que tengan un excelente 2014


TROFEO   ( CONTINUACION ) 

......
Sólo trataba de sujetarla, “Chocolate”  que estaba cerca mío me ayudaba a sostenerla. Sin duda algo había agarrado el anzuelo y por la fuerza con que tiraba y luchaba era grande. José que piloteaba el barco me daba indicaciones a los gritos “suéltale soga chico, sueltalé”, me decían los dos, que lo deje cansar, después que recoja, que lo tire de a poco. Gritaban dándome  instrucciones, estaban tan o más excitados que yo.

De pronto el bicho salió del agua dando un salto casi acrobático. Era inmenso, y tenía una hermosa aleta color azul en su lomo, que brillaba con el sol del mediodía. Yo estaba totalmente excitado, feliz.
El pez saltaba cada tanto fuera del agua  haciendo una especia de voltereta en el aire, seguramente tratando de zafar del anzuelo, para caer nuevamente y levantar una cortina de espuma blanca y agua de varios metros de altura. Otras veces, cambiaba la estrategia y nadaba en dirección hacia nosotros, hacia el barco, lo sabía porque la tanza perdía tensión, de pronto giraba en dirección contraria, dando varios saltos más pequeños, seguidos, rápidos. Chocolate agarró más fuerte la caña que se me estaba escapando de las manos.
            Luchamos por varias horas, hasta el anochecer , quizás producto de mi inexperiencia, pero me ayudó sin duda el tremendo equipo que los Mirabal tenían y lo profundo que estaba agarrado el anzuelo a la boca del pez. Cuando logré ponerlo a una distancia del bote lo suficiente pequeña, le clave una lanza que Luis “Chocolate”  me acercó con una especie de anzuelo gigante en la punta.
Con eso y bastante esfuerzo entre los tres pudimos subirlo al bote.
Era un ejemplar magnifico, yo jamás había visto algo así. Era grande, inmenso. sin duda debía tener muchos años. José dijo algo que debería pesar como ochenta kilos o más. Los dos Mirabal estaban a los saltos de alegría y yo también. Lo único que me llamó la atención era que el pescado que estaba tirado arriba del bote no era muy parecido al de la película, ése, el que yo me acordaba de la película tenía una tremenda nariz como una espada magnífica, el mío no, era  mocho, el color era lindo sí, pero no tenía nariz, pensé, de cualquier forma no daba para andar pensando mucho. Todos gritábamos de alegría, nos abrazábamos y bebíamos Ron con cola.
La foto, la foto, grite. La cámara, ¿dónde está mi cámara? Pregunte desesperado. En el camarote chico, en el bolso, me dijo uno de los hermanos. Bajé la pequeña escalera que daba a los camarotes, rápido, excitado. Tomé mi cámara del bolso y volví a subir a cubierta apurado, con tanta mala suerte que  por estar descalzo y tanta agua que había sobre la cubierta  que resbale y mi camarita japonesa de última generación terminó en el fondo del mar Caribe.  
            Pegamos la vuelta hacia tierra firme. Contentos, los cubanos con doscientos CUC en los bolsillos y yo con mi pescado para sacarme la foto de la posteridad a lo Hemingway.
Tocamos costa ya entrada la noche. José acercó lo suficiente el barco al muelle para que Luis “Chocolate” pudiera bajar de un salto  y con una soga lo amarró a un poste. Bajamos todos, al costado del muelle había un gancho con una balanza. Entre todos colgamos el pescado del gancho. Chocolate lo pesó: noventa y dos kilos dijo  y después lo midió: cinco ochenta mide, cinco metros ochenta repitió.
Enseguida  sacó un cuchillo sumamente afilado y de un solo tajo y una destreza digna de un cuchillero de los cuentos de Borges, abrió mi trofeo por el medio de la panza, dejando sobre caer al suelo todas las tripas del pobre bicho.
Después enjuagó el pescado con agua de mar, le dio las vísceras a los gatos y a los perros que enseguida se arremolinaron cerca de nosotros y limpió lo que quedaba tirando los restos al agua, fue cuando le pregunté por qué el pescado era mocho no tiene nariz, le dije, y el del “Viejo y el mar” sí. El cubano me miró extrañado y después como si fuera evidente me contestó “pues chico, porque el de la novela  de Hemingway era un pez espada y éste es un Atún, sólo por eso chico. Pero quédate tranquilo, chico, que los dos son magníficos”  Y qué carajo hace un atún en el mar Caribe pregunté yo. Pues, aquí viven, me contestó él. Pero yo quería un pez espada, dije. Chocolate me miró y sólo dijo: Lástima chico, tómate otro Ron Cola a su salud.
Sentí que mi sueño había desaparecido en el mar del Caribe, seguramente nunca más tendría una oportunidad de capturar un pez espada y parecerme al viejo de la novela o al gran Hemingway. Pero no podía negar que mi ejemplar de atún era tan magnífico con el del libro. 
El hermano se acercó y le sacó el cuchillo a Chocolate, “La cola, se queda como trofeo del que tripuló el barco, es la tradición chico” me dijo y sin esperar mi respuesta cortó unos diez centímetros encima de la cola del Atún y envolvió el trozo en papel de diario.
                        Entre los tres bajamos al pescado del gancho y lo cargamos en el jeep. Era tarde. Vamos les dije, mi mujer debe estar preocupada.
          Llegamos al cinco estrellas ya bastante entrada la noche. El conserje apenas nos vio a los tres sacar del jeep  semejante pescado y enfilar para dentro del hotel salió espantado desde atrás del mostrador. Se negaba terminantemente a dejarme pasar con mi trofeo hacia la habitación y no me creía que lo iba a poner en el minibar.
          Mi mujer que estaba sentada en los sillones del hall esperándome bastante nerviosa por mí demora, se agarraba la cabeza y  me decía que estaba loco si pensaba que ella iba a compartir la habitación con semejante monstruo despanzurrado.
Los hermanos Mirabal, me desearon suerte y se subieron a su jeep, perdiéndose en la noche cálida del Cayo.
            Después de explicarle durante varios minutos al conserje lo que significaba el pescado para mí, que a la mañana partiría hacia Varadero y que no le traería inconvenientes, logré apelando a todos mis recursos, convencerlo que guarde al bicho en la heladera de la cocina del hotel.
A cambio dejé cincuenta CUC y le di permiso para que corte un trozo de pescado, para él y su familia.  Le pedí que lo embale adecuadamente para poder llevarlo a Varadero y que antes de llevar el pescado a la cocina me saque una foto, con el celular de mi señora, pero me dijo que no, que alguno podía ver el pescado en la recepción del hotel y que lo echaban y que ni loco iba a perder un trabajo que le daban propinas en CUC. Llamó a otro muchacho y entre los dos se llevaron a mi atún a la heladera.
A la mañana siguiente muy temprano el conserje nos despertó para entregarme mi pescado, antes de que llegue el personal de cocina, me dijo. Me encontré con la grata sorpresa de que lo había embalado,  muy convenientemente en una caja de telgopor con hielo. Me pareció un poco más pequeño de lo que lo recordaba la noche anterior. Ante mi pregunta el hombre me confesó que debió darle un trozo a quien le consiguió la caja de telgopor y el hielo y a su compañero de tareas.
Mucho no me queje, porque ahora gracias a los peajes que me vi obligado a compartir,  el tamaño y el peso se había reducido de manera considerable lo que hacía el traslado no tan difícil y estaba perfectamente embalado.
            En Varadero teníamos contratado seis días de estadía en el Melía Las Américas. Un hotel cinco estrellas con cancha de golf y todo incluido.
Habiendo aprendido el método, ni lerdo ni perezoso decidí no perder tiempo. De movida le di cincuenta CUC al conserje que nos dio la habitación y un trozo del pescado para que me guarde la caja de telgopor en la heladera de la cocina del hotel.
No me animé a pedirle de desembalar el pescado para sacarme una foto.
Disfruté del hotel, la playa y los Ron-Collins, hasta el cuarto día.
Esa mañana el conserje me devolvió la caja con mi pescado diciéndome  que de la cocina la sacaron porque necesitaban espacio en la heladera y había olor.
De alguna manera logré convencer a mi mujer de dejar la caja con el pescado en la habitación los últimos dos días de vacaciones. Eso sí, la pieza parecía el polo norte porque el aire acondicionado funcionaba al máximo todo el día y cada hora  y media pedía unos baldes de hielo en algún bar del hotel,  para agregarle a la caja de telgopor. De cualquier forma no fue suficiente porque el olor era importante y casi inaguantable.
Al fin, en la mañana del último día de mis vacaciones en Cuba, el conserje del hotel golpeó la puerta de la habitación diciendo que los pasajeros de todo el pasillo se quejaban por el olor, y éso en un hotel cinco estrellas era inaceptable. Le expliqué el motivo los más amable que pude, el hecho que dejábamos la habitación en sólo unas horas para volver a la Argentina y los cincuenta CUC de propina lograron que haga la vista gorda por un par de horas.   
            Metí lo que quedaba de mi pescado en un bolso, comprado a ese solo efecto, le agregue el ultimo balde de hielo y partimos. 
            El viaje de casi tres horas desde Varadero hasta el aeropuerto de La Habana  fue agradable,  salvo por el olor que inundaba todo el micro y que era evidente que emanaba  del bolso donde había guardado lo que alguna vez fue el cuerpo de un atún que me haría pasar a la posteridad.
            Al fin llegamos a La Habana, con varios pasajeros descompuestos y de pésimo humor. Espere que se bajaran todos del micro y retire el bolso con mi pescado.
Mi mujer hizo los trámites de pre-embarque mientras yo esperaba afuera del Aeropuerto, al aire libre. Sólo faltaban algunas horas para regresar a mi país y si bien no iba a poder hacer la comida para mis amigos, quizás podría hacer embalsamar la cabeza del atún y ponerla como un trofeo en el comedor del departamento.      
            Pero no tuve suerte.  El soldado que manejaba el scaner inmediatamente me sacó de la fila de embarque cuando vio los rayos X del bolso. Después de casi una hora de tenerme demorado, el pago de una multa importante en CUC bajo el cargo de  depredación de la fauna, la prohibición absoluta de ingresar nuevamente a la isla y el correspondiente decomiso del bolso con los restos de mi pescado, nos autorizaron a embarcar con mi mujer rumbo a la Argentina finalmente.
            Les pedí, les rogué, les supliqué que antes de partir me dejen sacarme una foto con mi trofeo. Gracias a mis últimos cincuenta CUC accedieron a mi pedido.
Mi mujer con el celular y tapándose la nariz con los dedos me sacó la foto.
Lástima, no está muy buena. Salí torcido, ladeando la cabeza y haciendo arcadas mientras en mi brazo derecho, bien estirado y los más alejado de mi nariz posible sostengo una cabeza de atún sin cuerpo, de ojos turbios y opacos y branquias de color tan oscuro que parece negro.
Mi oportunidad de igualarme a  Hemingway y a Spencer Tracy quedó en las arenas tibias de Cuba, quizás como comida de gato y mientras el sol se ponía a mis espaldas, subía la escalinata del avión hacia Argentina pensaba que hubiera sido mucho mejor haber sacado ese anzuelo y devolver la presa, que el atún nadara libre, con la boca destrozada seguramente pero libre.

Ahora sólo me queda el triste  recurso de ir a algún taller de escritura.