Algunas cosas, me cuesta decirlas
Rara
situación la mía, mi amigo, rara de verdad.
Jamás
pude hablar sobre el amor o del amor,
cuando estaba involucrado. Cuando tenía que referirme a “mi” amor. Al
que yo sentía .
Aunque a usted le resulte difícil de creer, no
podía pronunciar la palabra amor, o cualquiera de sus derivados, diminutivos o
superlativos, y como si fuera poco, tampoco podía, en las situaciones más
extremas, decir cualquier otra palabra
que significara algo similar.
Podía
escribir sobre el amor. También podía hablar del amor de otros o entre otros.
Si eso sí. Pero no del mío.
Y
no quiere decir que no lo sentía. Al
contrario, lo sentía, y lo sentía de una manera bestial. En mis entrañas, en cada uno de mis huesos, en todas mis células, aún en la más recóndita, pequeña y escondida
de mi ser. Así andaba por el mundo, mi
amigo, inundado de amor y sin poder decirlo.
Supe
de mi rara imposibilidad, una noche de verano allá por los años
setenta. Recién había cumplido mis primeros dieciséis y ella tenía quince. Los dos estábamos perdidamente enamorados o creíamos
estarlo. En el banco de la placita del
barrio mientras nos besábamos en la oscuridad, ella me pidió : Decime que me amás; que ya hace
tiempo que salimos y que si yo te amo y
te lo digo vos también tenés que decírmelo, y que… Todas esas cosas que decían
las muchachitas enamoradas cuando nos pedían
una confirmación de nuestro amor.
Entonces, mi amigo, en un instante fatal le dije que sí, que yo también
la a… y no pude decir más.
Esa
fue la primera vez que la palabra amor
se me atravesó en la garganta, como un hueso de pollo o una espina maldita.
Intenté, hice fuerza. Hasta las arcadas. No hubo solución, no pude, no salió ninguna
palabra. Apenas un sonido gutural,
lastimoso y patético. Ella entonces desilusionada y con el corazón roto, se
fue. Y allí mismo, en esa plaza de
barrio, también por primera vez, vomité
amor.
Intente
de todas las formas posibles, pero…no había caso, no podía pronunciar la palabra amor. Se me
atragantaba entre la tráquea y las cuerdas vocales, o entre la faringe y la
nuez. Se me quedaba atorada ahí, en la garganta, hecha una pelota.
Y
el amor atorado, de a poco se secaba, como si fuera un gajo de naranja o de
mandarina un poco ácida, un poco seca, que uno mastica, mastica y mastica, le
saca todo el jugo que puede pero no la traga, sigue con el gajo dándole vuelta
en la boca, para arriba y para abajo, entre los dientes, se le pega al paladar,
se convierte en una bola seca, de gusto desagradable. Entonces no queda otro
remedio que escupirla, porque ya es intragable.
Bueno
mi amigo, siempre fui un tipo educado por demás, no me permito escupir en público, pero iba al
baño y vomitaba. Vomitaba todo el amor atragantado que tenía. Hasta que me
sentía vacío, con el estómago revuelto, pero vacío, con dolor, pero vacío.
Listo para llenarme de vuelta.
El
alivio, me duraba como mucho una semana.
A los siete días, otra vez estaba empachado de amor. Y el ciclo comenzaba
nuevamente. Al principio despacio, muy despacio, como una leve molestia
estomacal, una pequeña indigestión, como si las milanesas del mediodía me
hubieran caído muy pesadas. Pero, yo sabía muy bien de qué se trataba, por lo
tanto hacía esfuerzos por decir amor, cuando este todavía era chiquito y no
hacía falta gritarlo porque se podía pronunciar hasta en voz baja. Imposible. No emitía ningún
sonido, las cuerdas vocales estaban inmovilizadas, como si sufrieran de paresia, esa
rara enfermedad que le quita fuerza a los músculos.
Los
años pasaron. Crecí y entonces los momentos difíciles, llegaron de la mano del sexo.
Con la mayoría de las mujeres (acompañantes
ocasionales de una noche o dos) no hubo inconveniente. Con otras fue diferente.
Siempre
fui un poco querendón, de manera que con algunas de mis compañeras de cama, en
los momentos en que la sangre bulle y el
corazón galopa, bueno, no solamente había pasión e instinto, había un poco de amor o
por lo menos cariño. Y la cosa se
tornaba difícil de sujetar; la
concentración se diluye y uno se deja
llevar por el momento, entonces es como que el “Te quiero” o el “Te amo” sale
solito, como un susurro que se desliza desde el corazón hasta la boca y de ahí
salta al oído de la señorita o señora que está a nuestro lado. Bueno amigo, en
esas ocasiones a mí el “Te amo” se me quedaba ahí nomás, cortado, atorado, sin
poder salir y estropeando todo.
Pero,
como todo se aprende, de a poco, a fuerza de golpes y fracasos, pude ir
llevando bastante bien mi limitación, y
mi vida amorosa transcurría sin mayores sobresaltos. Me ayudaban las poesías,
las cartas, las canciones , los ositos de peluche, las tarjetas impresas para
cualquier ocasión sentimental, aniversario, cumpleaños, reconciliación , Día de
los enamorados, y cualquier otra festividad que tenga que ver con el amor. A las mujeres de mi vida les decía que las
amaba con voz prestada.
Hasta
que, fatalmente a los veinticuatro, en una fiesta de amigos comunes, la conocí a ella.
Entonces
sí que la cosa se me complicó en serio. Porque esta vez, me enamoré mucho y fuerte. Ella no, y me
rechazó. Pero yo, terco y vasco la
perseguí casi dos años. Averigüé donde vivía y pasaba como al descuido por su
casa, todos los días, para ver si la veía entrar o salir . Me cruzaba en los
semáforos a la mañana cuando iba al trabajo, aunque eso implicara que tuviera
que madrugar. No desaprovechaba ninguna oportunidad de cumpleaños, fiestas y
reuniones de amigos comunes. Donde ella iba, ahí estaba yo. En fin, apelaba a
todos los recursos y usaba toda la seducción de que disponía.
Hasta
que al fin, logré mi cometido. A fin ella se enamoró de mí.
Entonces
me di cuenta: El amor que tenía en el estómago no era como los de siempre, como
los otros, como un gajo de naranja. Para
nada. Me daba cuenta por el peso y el malestar, que tendría no menos que el
tamaño de una pelota de tenis, y eso, atravesado en mi garganta podía ser
mortal.
Me
asuste, me entro pánico Mi primera reacción fue tratar de dejar de amarla. Pero
por más que lo intenté no pude. No supe cómo hacerlo.
La
primera noche que ella me dijo “Te amo”,
sólo atiné, temblando, a sacar de mi billetera, un pedacito de papel,
arrugado y que llevaba conmigo desde hacía mucho tiempo. Decía, con la letra
mas prolija que había podido hacer “Yo
también te amo”. Se lo entregué. Desde ese momento nuestras vidas quedaron
unidas para siempre.
Con
los años la pelota me fue creciendo cada vez más. Algunos días sentía que era
del tamaño de una pelota “Pulpo”, pero
otros, tenía toda la sensación que tenia dentro mío una número cinco. Por lo qué,
instinto de supervivencia mediante, abandoné la idea de siquiera intentar
decirle lo que la amaba. Sencillamente me aterrorizaba el solo hecho de pensar
en esa pelota de amor, atragantada en mi garganta, asfixiándome.
Pero,
el tiempo hizo su trabajo, su mirada perdió brillo y su alegría se fue
apagando. Nunca me dijo nada, pero era muy claro que sentía mi falta de
correspondencia a sus declaraciones de amor. Ya no bastaban las cartas, las
poesías y los mensajitos escritos con el “Te amo”. Sabía, desde el fondo de mis tripas que ella
necesitaba escuchar de mi boca, con mi voz esas dos palabras simples y
completas. Ella no se merecía mi silencio.
Una
noche trágica no aguanté más. No tenía ningún derecho a hacerla sufrir.
Así fue como
un siete de julio, con dolor por dejar mi vida atrás, pero con plena
conciencia de mis actos, me suicidé diciéndole ”Te amo”.